jueves, 30 de agosto de 2012

En los libros todos amamos el infierno cotidiano.


La familia, microcosmos en el que cada miembro, sean cuantos sean, cumple una función. Que levante la mano quien piense que la suya es normal. Dicen que la familia está ahí para ayudarte. Sí, pero en algunos casos también para hundirte, para tener a quien maldecir y echar culpas. Para morir por ella y a causa de ella. Padres y madres que lo mismo consuelan que machacan. Hijos nacidos para hacer infelices a sus padres y que fueron concebidos con la idea de que concluyeran todo aquello que sus progenitores jamás alcanzaron. Ay. La familia. Institución imprescindible. Con sus parcelas de amor, rencor, odio, debilidad.  Padre, madre, hermano. Esa son las palabras que marcan a fuego. Bien sabido es que "todas las familias felices se parecen, las infelices lo son cada una a su manera". Dejemos la felicidad para otro día. Las familias desgraciadas, disfuncionales, cainitas, son, sin duda, las que más nos han hecho disfrutar.

¿Se puede huir de la familia? ¿Renegar de la sangre? ¿Decir "no" a lo que se espera de ti? Supongo que sí, pero para eso hay que irse lejos y renunciar a cualquier contacto. Si se permanece dentro de un perímetro razonable de contacto, si se sigue asistiendo a los grandes acontecimientos familiares, si no terminas de cortar como una parca hasta el último hilo que te mantiene unido a ella, no lo dudes, acabará encontrándote y metiéndote de nuevo en el redil. También puede pasar, claro está, que, por mucho que uno sepa que su padre es un criminal no pueda soportar que venga alguien de fuera y lo mate. En ese momento no te queda otra que buscar venganza y que pase lo que tenga que pasar. Porque suele quedar grabado en el córtex cerebral un amor brutal e inexplicable por quienes te dieron la vida. Dañan tanto porque en el fondo se les ama hasta el tuétano. La peor maldición, digna de una tragedia griega, es ser el digno heredero del trono de la familia a la que quieres renunciar. Sí. El inteligente. Pero también el manipulador, el ególatra, vanidoso, cruel. Un ser para el que solo existen los suyos, y, dentro de este selecto grupo, si y solo si no se siente traicionado. Una se pregunta si en el fondo no le encantaría pertenecer a un clan que pudiera realizar ofertas que no se pueden rechazar. Tras pensarlo mucho, se decanta una por el no. Mucho trabajo, mucho duelo, mejor sufrir que causar dolor. Pero una entiende la fuerza irresistible hacia el poder, la voluntad terrible de la que hay que cargarse para renunciar a él.  De estas cosas y de otras muchas más nos habló Mario Puzo en El Padrino. Las comparaciones son odiosas. La famosa pregunta se qué es mejor, si el libro o la peli, está, en este caso, totalmente fuera de lugar. Mario Puzo parió un novelón y Coppola dos obras maestras y una peli tan mala tan mala tan mala que cualquiera mataría por decir que es suya. Porque la metamorfosis de Michael hasta convertirse en Don es un trayecto que puedes leer o ver mil veces y no te parecerán suficientes. 




Si uno quiere meterse de lleno en una pesadilla, que abra El Hombre que Amaba a los Niños, de Christina Stead, y empiece a leer. Porque pocas cosas deben causar tanta rabia y provocar tanto resentimiento como el echar la culpa al otro de la infelicidad y la miseria de tu vida. Esta es la historia de la familia de Sam y Henny Pollitc, cóctel explosivo formado por un padre narcisista, absurdo, inteligente y desconcertantemente brillante en ocasiones que está casado con una antigua y rica belleza a la que no queda ni el recuerdo de su hermosura ni de su alta cuna. Henny se ha convertido a lo largo de los años en una máquina de parir (pero incapaz de amar a sus hijos), en un pozo sin fondo de penurias, en una arpía melancólica, suicida, sucia y beligerante. En este ambiente envenenado, a lo máximo que aspira cualquiera de ellos es a sobrevivir. Y no va a ser fácil, porque a toda esta miseria moral hay que sumarle la terrible, insoportable, miseria material. Pero es también dentro de este caldo podrido donde nos vamos a encontrar a Louisa, una extraña niña en trance de convertirse en mujer, fea y sometida, dotada para el ensueño y la literatura, y condenada sin remedio a ser niñera de sus hermanos y saco de boxeo para los excesos de su padre y los arrebatos trágicos de su madrastra (la sombra de Rachel, la madre muerta, aparece y desaparece a lo largo de la novela). Louisa es la única luz de toda la novela. Una luz triste y que apenas alumbra ni da calor, pero que es luz sin lugar a dudas, y no tiniebla. A este plato, indigesto pero irresistible hay que añadirle además una puntita de fundamentalismo religioso y una pizca (un buen puñado más bien) de estupidez congénita. Clásica en su concepción y en su escritura, decimonónica por vocación, El Hombre que Amaba a los Niños constituye sin embargo una novela radicalmente moderna, que hace palidecer a muchas obras nacidas en el tantas veces insoportable doble venero del realismo social y del realismo mágico.



La Navidad es una época entrañable que a más de uno (o de un millón) le encantaría erradicar del calendario. Quién no ha vivido la Navidad como una época de estrés en la que estás obligado a hacer más cosas de las que te permiten las 24 horas del día. Quién no ha sentido que entre plato y plato de la cena de Nochebuena a lo que se asiste es a una competición por el amor familiar. Quién no ha visto de pronto todos sus defectos y los del resto de familiares luciendo en todo su esplendor. Quién no se ha sentido egoísta, miserable, invisible, incomprendido y ha pensando que aquél que tiene en frente es todavía peor que él. En Las Correcciones, de Jonathan Franzen, vamos a necesitar 700 páginas (gloriosas cada una de ellas) para saber si finalmente Enid, la matriarca de la familia Lambert va a conseguir (utilizando cuanto chantaje haga falta) que sus tres hijos asistan a la que probablemente vaya a ser la última navidad que pasen todos juntos. Porque Alfred (el padre), ingeniero jubilado al borde del caos mental y físico, sufre un cáncer terminal. Sus hijos son Chip, (un profesor despedido por acostarse con una alumna que emprende turbios negocios en Lituania), Denise, fría y juiciosa chef de un restaurante de moda ligada sentimentalmente a su jefe y Gary, un banquero snob  paranoico atrapado en un matrimonio de pesadilla con hijos de pesadilla. Lo mejor de todo es que ninguno de estos personajes va a resultar ajeno al lector. Las situaciones, las frases, la atmósfera que plasma Franzen en su novela dan frío porque llegas a pensar que este hombre ha estado espiando por la ventana de tu casa. Observador nato, Franzen es un enamorado de Tolstoy, quizá el más grande conocedor del alma humana y sus rincones oscuros que cogiera nunca una pluma. Eso se le nota. También que el alumno no alcanza al maestro, pero que en va en camino de ser digno de besar sus plantas. 



Por Rita Sánchez

1 comentario:

arantxa dijo...

Muy buena entrada, como ya nos tienes acostumbrados. Sobre historias y turbulencias familiares me gustó "Malena es un nombre de tango" de Almudena Grandes.