jueves, 30 de enero de 2014

En los libros todos amamos asomarnos al abismo. El Ser y la Nada.


“Como Sísifo condenado a subir eternamente su piedra, así estamos los hombres, condenados a la libertad de construirnos nosotros mismos a cada instante.” Jean Paul Sartre. Como movimiento filosófico, el existencialismo, que tiene sus antecedentes ya en el siglo XIX, se desarrolló en Europa, primero en Alemania y luego en Francia como consecuencia de la tremenda crisis moral provocada por las dos guerras mundiales. El mundo dejó de ser un lugar apacible y el proyecto ilustrado de una humanidad que conquistaría la justicia y el bienestar social con la sola fuerza de su razón fracasó por completo. Ni siquiera la ciencia o la técnica se mostraban útiles para mejorar el mundo. El hombre convertiría en instrumentos de devastación todos los saberes.  Hubo quien no tuvo fuerzas ni para abrazar ya esta corriente y pegó un portazo, como Zweig. Imaginar el estado en el que se encontraban los escritores tras las dos guerras mundiales solo es posible si nos atrevemos a enfrentarnos al abismo. Qué función tenían ellos. Para qué servía su trabajo. Si la ilustrada Europa había causado 80 millones de muertos en su espiral del locura, qué sentido tenía todo. Miedo me da que no hayamos aprendido lección alguna. Como alguien dijo alguna vez,  de todos los –ismos, solo ha quedado el abismo. A él nos asomamos temiendo no encontrar ningún asidero.

“Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, fueron a detenerlo una mañana.” Imaginemos que un buen día unos guardianes de la ley aparecen en nuestra casa para detenernos. ¿De qué se  nos acusa? No lo sabemos, no nos lo dicen. ¿Ante quién hemos de comparecer? No lo sabemos, no nos dicen. ¿Quiénes son los miembros que forman el Tribunal o qué es el Tribunal mismo? Ni lo sabemos… ni lo sabremos. Pues bien, esto es lo que le pasa al ciudadano Joseph K. en la narración de Kafka “El Proceso”. Y aunque lo parezca, Joseph K. no es el principal protagonista del texto, sino que lo va a ser el mismo Dios, metamorfoseado en Estado. Porque, según se nos informa: “El Tribunal no es muy conocido por la población”, es decir, es invisible, pero su sombra se distribuye por todas las casas, por la vida cotidiana de la gente, lo llena todo. Es cuanto hay. Y porque Dios se ha convertido en Estado no habrá escapatoria. Lo grande de este texto es que lo sabemos nada más comenzar a leerlo: que el protagonista es inocente. El terror viene con lo que tememos: que nunca vaya a saber de  qué se le acusa y que no pueda hacer nada para evitar ser ejecutado.  Kafka escribió esta novela a golpe de euforia y depresiones, abandonándolo y retomándolo en diferentes momentos. Félix de Azúa ha dicho que más que una obra artística, “El Proceso” es un documento: “el documento apropiado que precisaba la época de acabamiento del arte, el documento que simboliza, no una nación o una sociedad, sino a toda la especia humana del siglo XX”. Podemos pensar que nosotros no actuaríamos como Joseph K, que nos negaríamos aceptar que nos detengan sin justificación alguna. Pero, teniendo en cuenta que son los miembros del Tribunal quienes lo hacen, los guardianes de la ley, ¿de verdad pensamos que reaccionaríamos de otra manera? ¿Realmente pensamos que somos diferentes? Yo no lo creo.

…“Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que un visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que algún día había llegado. Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y que olvidasen la existencia que hasta su llegada habían llevado.” Me parece imposible leer este párrafo sin sentir un escalofrío. Albert Camus escribió uno de los libros más devastadores que vayamos a leer nunca: “La Peste”. La enfermedad y la muerte en una ciudad en cuarentena le va a servir para hablar de lo mejor y peor del ser humano. Cada uno es libre de acercarse al texto como quiera, pero conociendo un poco al autor, parece bastante fácil asumir que la peste de la que nos habla no es la que produce una bacteria, sino la que asoló Europa con el nazismo. Cuando surge la epidemia, los ciudadanos inicialmente le restan importancia, algunos incluso buscarán la forma de beneficiarse con ella. Igual que con una epidemia, las ideas más peligrosas van inoculándose poco a poco, se aceptan por comodidad, porque no creemos que nos vaya a tocar a nosotros, y llegamos a sacrificar nuestra libertad, nuestras ideas, por falta de acción, por indiferencia, por miedo. Porque nos dicen que si hacemos las cosas bien no tenemos nada que temer. Pero ¿quién determina lo que es “el bien”? Sin lugar a dudas, ninguno de nosotros. Camus, en un final para tatuárselo en el pecho, nos advierte que el bacilo de la peste no muere jamás y que “puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombre, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Nadie, ni los supervivientes, sale inmune de una plaga.


“Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso...y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento - es atroz - si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia.” “La Náusea” de Sarte, es a la literatura lo que “El Grito” de Munch a la pintura. Expresa de manera casi esquizofrénica, la angustia existencial producto de una lucidez repentina al descubrir que estamos solos en este absurdo que es el mundo, horrorosamente libres, finitos y abandonados por los dioses. Cumplir con la sociedad, mantener sus leyes, respetar sus reglas, convivir con lo establecido. Cumplir cada día con lo de todos los días como todos los días. Todo esto, que en el fondo es lo que hace posible la convivencia, en última instancia nos convierte en autómatas. Y todo esto es precisamente lo que produce la náusea. Hombres que solamente cumplen una rutina y monótonamente desarrollan sus quehaceres. Hombres que han olvidado lo que significa la existencia y solo viven de la apariencia. Roquentin, el personaje protagonista de esta novela, nos cuenta su vida, sus obsesiones, su náusea, a través de su diario, y lo hace con la intención de mostrarnos la vida en sus más lúgubres colores. Lo consigue. Texto fundamental del Existencialismo y del propio Sartre, “La Náusea” lleva a lugares oscuros y sofocantes. Uno libro muy peligroso. Porque te deja solo y libre. Hoy es hoy y mañana es otro hoy, así que no entiende por qué le tenemos tanta fe al famoso “mañana”. Todo esto es lo que hay y no hay nada más. Y una no sabe, entonces, qué hacer.   



Por Rita Sánchez.

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