En estos días de encierro me he fijado en la fisonomía de los edificios colindantes. Ahora, apoyado en la barandilla, me pregunto qué historias hay detrás de las cortinas abiertas. Anochece. Las ventanas y balcones se encienden como pequeñas pantallas. Busco mis prismáticos. Rastreo con ellos las fachadas. Veo familias jugando con los niños, otras hipnotizadas por un televisor. También caras iluminadas por los móviles, cenas solitarias y estiramientos antes de dormir. Esas imágenes me fascinan. Una figura se asoma a su balcón y se fija en mí. Me oculto y apago la luz.
Hoy en el momento de los aplausos me he fijado. Somos casi dos gotas de aguas. “Casi” porque es imposible.
Por la noche repito rutina de observación, aunque su fachada está a oscuras. Distingo una sombra en el balcón. Las luces intermitentes de un coche policial me descubren que esa figura también me vigila con unos prismáticos. Esto es un duelo en la distancia. Me rindo primero. Entro en el salón, en mi oscuridad no veo nada de mi doble. Su salón está apagado. Me acuesto con la sensación de vivir en un sueño.
Por la mañana llevo el desayuno al balcón. En la fachada frontal está mi doble comiendo, anticipándose. Mira en mi dirección. Le saludo. Responde con el mismo gesto.
El juego de anticipación sobre mi reflejo es una continua alternativa de acciones hasta que una tarde suena una sirena. Una ambulancia se detiene frente a la fachada vecina. Unos enfermeros entran en el edificio. Alguien corre las cortinas del salón de mi doble. Me pregunto cuánto tardarán en llamar a mi puerta.
Por Ricardo Popbelmondo.