¿En qué
momento empieza a correr el tiempo? Ese es el instante en que se todo acaba.
Todos recordamos que antes los veranos eran eternos, que los días se
distinguían claramente unos de otros, que nunca te bañabas dos veces en el
mismo mar. Todo era nuevo, nada estaba roto. Ya nos encargaríamos mas tarde de
ensuciarlo, ajarlo, tirarlo. Durante un momento fuimos superhéroes. Porque
éramos inmortales. Porque el dolor dolía más. Porque la felicidad era
explosiva. Porque pensábamos que siempre quedaba mañana. Porque no había ayer.
Porque la palabra nostalgia no tenía ningún significado. No hay momento más
triste que el que pierde todo esto. La conciencia de que hemos perdido la
patria, y es que, como dijo Rilke, la verdadera patria es la infancia. La
única. En torno a su pérdida se han escrito páginas gloriosas. Pero no nos
engañemos: leerlas y llorar con un dolor que nace de lo más hondo del corazón
es una misma cosa.
“Esperas con impaciencia y miedo una
explosión que tendrá algo de cataclismo cuando la cuenta atrás llegue a cero y
sin embargo no sucede nada”. En “El viento de
la Luna”, Antonio Muñoz Molina nos
cuenta que, mientras el hombre llegaba a la luna, él dejaba de ser niño. Las
noticias sobre este viaje son el hilo conductor de la novela que nos disecciona
su verano de 1969, verano en el que se mezclaron en un cóctel imposible Neil
Armstrong y los jornaleros jienenses, el mar de la tranquilidad con el paisaje
árido de la Mágina devorada por el sol inclemente del verano, la imaginación de
un niño silencioso que leía incansable libros prestados de la biblioteca frente
a una familia a la que no entiende y que no le comprende. Porque el mundo está
cambiando, pero Mágina no. Este lugar parece sufrir un encantamiento por el
cual las cosas se repiten desde siempre y por siempre. Una larga dictadura de
la que no se debe hablar parece ser la causante de todo. Nuestro niño, que
empieza a dejar de serlo, no entiende nada. O peor, lo entiende todo.
Con “El
Mundo”, Juan José Millás escribe una novela de un niño que se llama como él,
alguien que narra en primera persona y con quien parece tener mucho en común.
¿Pero estamos ante una ficción o ante la realidad del escritor? En sus páginas
nos cuenta una infancia en Valencia, la marcha a Madrid, la pérdida del paraíso
original que es para el narrador esta ciudad mediterránea. Se habla de frío, de
oscuridad de posguerra, de la vida callejera en el que el niño tiene que crecer
deprisa, de la realidad gris, sin sorpresas, salvo las que cree el propio niño.
Y, por supuesto, habla de amistad, de amor no correspondido, de fantasías de
aventura que acaban en la acera de enfrente, de desamparo, del dolor de la
pérdida. De la muerte del padre. De no entender. De hacer como que entiendes.
De crecer. Para Millás, como nos dice en el arranque de la novela, la
literatura es como el bisturí eléctrico que utilizaba su padre: cauteriza la
herida en el momento mismo de producirla. Este libro se lee como un exorcismo.
De ahí su belleza.
"Las cosas
podían haber acaecido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.
Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los
acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después
de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un
hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba... Su padre
entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía
exactamente". Y en este momento estamos.
Delibes nos cuenta en “El Camino” la última noche de Daniel, el Mochuelo, en su
pueblo. A la mañana siguiente parte para estudiar bachiller. Y pase lo que
pase, sea para bien o para mal, triunfe en los estudios o fracase, tanto si
acaba agradeciendo a su padre el sacrificio o no, esta noche lo cambia todo.
Porque a Daniel, el Mochuelo, “le duró el nombre lo que la primera infancia”.
Cuando salga de nuevo el sol ya no será el Mochuelo. En esta noche larga
nuestro Daniel repasará sus once años de vida, y han dado para mucho. Para
tener amigos como Germán, el Tiñoso y Roque, el Moñigo. Para saber lo que duele
la muerte. Para saberse enamorado (en secreto) de la Mica. Para matar a un tordo y provocar un
milagro y él, que no quiere llorar, que no quiere que nadie le vea llorar, nos
hace llorar a todos. Porque le piden mucho. Que olvide el Valle, que olvide el
río, el búho real… Que olvide todo por algo que no sabe qué es pero que sabe
que no va a amar.
Por Rita Sánchez.
1 comentario:
Que extraña y entrañable es la alegria de la inocencia, que alarga los dias y hace posible todas las cosas. Gracias Rita por tus magnificos post. (¿se nota que soy fan?)
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