jueves, 29 de agosto de 2013

En los libros todos amamos la verdadera patria.


¿En qué momento empieza a correr el tiempo? Ese es el instante en que se todo acaba. Todos recordamos que antes los veranos eran eternos, que los días se distinguían claramente unos de otros, que nunca te bañabas dos veces en el mismo mar. Todo era nuevo, nada estaba roto. Ya nos encargaríamos mas tarde de ensuciarlo, ajarlo, tirarlo. Durante un momento fuimos superhéroes. Porque éramos inmortales. Porque el dolor dolía más. Porque la felicidad era explosiva. Porque pensábamos que siempre quedaba mañana. Porque no había ayer. Porque la palabra nostalgia no tenía ningún significado. No hay momento más triste que el que pierde todo esto. La conciencia de que hemos perdido la patria, y es que, como dijo Rilke, la verdadera patria es la infancia. La única. En torno a su pérdida se han escrito páginas gloriosas. Pero no nos engañemos: leerlas y llorar con un dolor que nace de lo más hondo del corazón es una misma cosa.  

“Esperas con impaciencia y miedo una explosión que tendrá algo de cataclismo cuando la cuenta atrás llegue a cero y sin embargo no sucede nada”. En “El viento de la Luna”,  Antonio Muñoz Molina nos cuenta que, mientras el hombre llegaba a la luna, él dejaba de ser niño. Las noticias sobre este viaje son el hilo conductor de la novela que nos disecciona su verano de 1969, verano en el que se mezclaron en un cóctel imposible Neil Armstrong y los jornaleros jienenses, el mar de la tranquilidad con el paisaje árido de la Mágina devorada por el sol inclemente del verano, la imaginación de un niño silencioso que leía incansable libros prestados de la biblioteca frente a una familia a la que no entiende y que no le comprende. Porque el mundo está cambiando, pero Mágina no. Este lugar parece sufrir un encantamiento por el cual las cosas se repiten desde siempre y por siempre. Una larga dictadura de la que no se debe hablar parece ser la causante de todo. Nuestro niño, que empieza a dejar de serlo, no entiende nada. O peor, lo entiende todo.




Con “El Mundo”, Juan José Millás escribe una novela de un niño que se llama como él, alguien que narra en primera persona y con quien parece tener mucho en común. ¿Pero estamos ante una ficción o ante la realidad del escritor? En sus páginas nos cuenta una infancia en Valencia, la marcha a Madrid, la pérdida del paraíso original que es para el narrador esta ciudad mediterránea. Se habla de frío, de oscuridad de posguerra, de la vida callejera en el que el niño tiene que crecer deprisa, de la realidad gris, sin sorpresas, salvo las que cree el propio niño. Y, por supuesto, habla de amistad, de amor no correspondido, de fantasías de aventura que acaban en la acera de enfrente, de desamparo, del dolor de la pérdida. De la muerte del padre. De no entender. De hacer como que entiendes. De crecer. Para Millás, como nos dice en el arranque de la novela, la literatura es como el bisturí eléctrico que utilizaba su padre: cauteriza la herida en el momento mismo de producirla. Este libro se lee como un exorcismo. De ahí su belleza.



"Las cosas podían haber acaecido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba... Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente". Y en este momento estamos. Delibes nos cuenta en “El Camino” la última noche de Daniel, el Mochuelo, en su pueblo. A la mañana siguiente parte para estudiar bachiller. Y pase lo que pase, sea para bien o para mal, triunfe en los estudios o fracase, tanto si acaba agradeciendo a su padre el sacrificio o no, esta noche lo cambia todo. Porque a Daniel, el Mochuelo, “le duró el nombre lo que la primera infancia”. Cuando salga de nuevo el sol ya no será el Mochuelo. En esta noche larga nuestro Daniel repasará sus once años de vida, y han dado para mucho. Para tener amigos como Germán, el Tiñoso y Roque, el Moñigo. Para saber lo que duele la muerte. Para saberse enamorado (en secreto) de la Mica.  Para matar a un tordo y provocar un milagro y él, que no quiere llorar, que no quiere que nadie le vea llorar, nos hace llorar a todos. Porque le piden mucho. Que olvide el Valle, que olvide el río, el búho real… Que olvide todo por algo que no sabe qué es pero que sabe que no va a amar.   



Por Rita Sánchez.

1 comentario:

Raya dijo...

Que extraña y entrañable es la alegria de la inocencia, que alarga los dias y hace posible todas las cosas. Gracias Rita por tus magnificos post. (¿se nota que soy fan?)