Todo este apasionante relato de amistades rotas, de desencanto ideológico, de ilusiones enterradas en torno a un personaje que lucha por mantener su integridad y su independencia, me llevó a ese gran mueble de cajones que es la memoria para buscar el hecho de que John Dos Passos vivió durante unos días en mi pueblo a finales de la década de los años 20 del siglo XX. Y eso quedó reflejado en negro sobre blanco.
Ese mecanismo selectivo y misterioso donde los recuerdos encendieron su alerta al ver el documental me lleva a 2016, al momento en el que el periodista Francisco Gálvez publicó el libro "La Axarquía en los libros". En su presentación hizo referencia a Nerja y John Dos Passos. El que fuera un escritor destacado dentro de la corriente literaria norteamericana de entreguerras, "La Generación Perdida", junto al propio Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Steinbeck y Scott Fitzgerald, entre otros, visitó muy a menudo España y escribió diversas crónicas en torno a esos viajes. Tras participar empujado por su fuerte compromiso social como conductor de ambulancias durante la I Guerra Mundial, con todo el bagaje existencial de horror bélico a sus espaldas, recorrió de norte a sur la península ibérica en búsqueda de su particular paraíso terrenal. Todas esas experiencias y observaciones sobre nuestro país y sus gentes quedaron reflejadas en el libro de quijotesco título "Rocinante vuelve al camino", editado en 1922.
Entre sus primeros capítulos el viajero, en las antípodas del actual turista de consumo rápido, se sincroniza con el ritmo de vida que le rodea y ajusta su mirada para captar la esencia y singularidades de "lo español". Por ejemplo una frase que escucha en una taberna le lleva a explorar ese duende que es "lo flamenco". Al margen de tópicos, también explora y ensalza figuras de la cultura española, como Machado, Baroja, Giner de los Ríos, entre otras.
A continuación podéis leer un fragmento de "Rocinante vuelve al camino" en el que John Dos Passos hace parada en Nerja y se sumerge en todo un vergel para los sentidos, con una especial descripción de la procesión de la Virgen de las Angustias, patrona de la localidad.
"La luna se había hundido hacia poniente, roja e hinchada. El
este empezaba a palidecer. Los pájaros se pusieron a gorjear. Lo dejé; pero en
la cama seguí oyendo la voz del trasgo que rugía:
A mí me gusta lo
blanco,
¡viva lo blanco!,
¡muera lo negro!
En Nerja, en un cenador de enredaderas con vistas a la
playa, donde se bañaban niños morenos, se volvió a hablar de lo flamenco.
-En España- decía mi amigo don Diego- vivimos del estómago y
de los riñones, o de la cabeza y del corazón; entre el místico Don Quijote y
Sancho, el sensual, no hay término medio. El Sancho más bajo es lo flamenco.
-Pero ustedes viven.
-En un ambiente de suciedad, de enfermedades, de falta de
educación, de bestialidad... La mitad de nosotros nos morimos de comer
demasiado o de no comer bastante.
-Y usted ¿qué quiere?
-Educación, organización, energía: el mundo moderno.
Yo le repetí lo que el arriero me había dicho de América al
bajar de las Alpujarras; que en América no se hace nada más que trabajar y
descansar para poder trabajar otra vez. Y América era el mundo moderno.
-Y lo flamenco no es ni trabajar ni prepararse a trabajar.
Aquella tarde, San Miguel fue a buscar a la Virgen de las
Angustias a un oratorio del camino y la trajo al pueblo en procesión, con
velas, cohetes y mucho canturreo. Cuando la cimbreante imagen cónica, a hombros
de seis hombres sudorosos, se detuvo a la entrada de la plaza, todo el mundo
gritó: ¡Viva laVirgen de las Angustias! Y la Virgen y San Miguel tuvieron que
agachar la cabeza para entrar por la puerta de la iglesia y la gente les siguió
gritando: ¡Viva!, y las viejas bóvedas retumbaron con la gritería a la luz
trémula de los cirios. Algunas voces pidieron agua, pues todo estaba seco, y la
lluvia era necesaria, y como al salir del templo vieron sobre la luna una nube
tenue como una mantilla de encaje blanco, se fueron tan contentos a sus casas.
En las estrechas y bien barridas calles, alumbradas a trechos por la luz
naranja de alguna ventana, las mujeres dejaban tras ellas largas estelas de
fragancia de los jazmines con que se adornaban el pelo.
Don Diego y yo anduvimos largo rato por la playa hablando de
América, de la Virgen, de la sopa llamada ajo blanco, de Don Quijote y de lo
flamenco. Tratábamos de decidir qué era lo peculiar en la vida de aquella rica
vega que se extendía entre las montañas y el mar. Andando por el campo, elevado
en los pequeños diques cubiertos de hierba de las acequias, los propietarios de
las tierras que cruzábamos nos ofrecían, sólo porque éramos forasteros, un vaso
de vino o una raja de sandía. Yo había explicado a mi amigo que en este moderno
mundo americano estas mismas personas hubieran salido a nuestro encuentro con
escopetas cargadas de sal gema. Él contestó que, aun así, el viejo sistema
estaba cambiando y que como no había más remedio que seguir la procesión del
industrialismo, a los españoles les incumbía que su país avanzasen lugar de
quedarse, como hasta ahora, a la cola de la comitiva.
-¿Y cree usted que vamos a alguna parte con esta manía de
complicar la vida?
-Pues claro-respondió.
-Pues claro-respondió.
-¿Adónde?
-¡Vaya usted a saber! Por lo menos, más allá delo flamenco.
-Pero ¿no sería mejor que lo importante fuera el camino
mismo?
Se encogió de hombros. Habíamos llegado a un recodo del
acantilado, donde vimos unas barcas de pesca varadas en la arena, con las velas
recogidas, como patos dormidos. Trepamos por un serpeante sendero, roca arriba.
Los guijarros resbalaban bajo nuestros pies; espinosos matojos aromáticos nos
rasguñaban las manos. Luego salimos a una profunda cañada donde sonaba la risa
del agua que caía y el murmullo del jugoso follaje. Los siete amplios arcos de
un acueducto blanqueaban entre los cañaverales de tierra adentro. Una ola de
fragancias nos envolvía; el olor a tomillo de las elevaciones secas, de los
fértiles campos húmedos, de las cabras, de los jazmines, de los heliotropos y
del agua fría de los heleros que corría rápidamente por las acequias. A lo
lejos rebuznó un borrico. Al terminar el rebuzno, la voz de un hombre se alzó
súbitamente desde los campos oscuros, tensa, suspirante; luego resbaló por la
escala como una barquilla por una ola; después desenvolvió en la noche una
larga voluta de ritmos y cesó de pronto en una cadencia ascendente, como una
vela goteando fulgura al apagarse.
«Algo que no es trabajar ni prepararse a trabajar.» Y yo me
acordé del arriero en cuyo burro había vadeado la corriente al bajar de las
Alpujarras, y pensé en su frase: Ca, en América no se hase na má quetrabahá y
de'cansá.
Le había dejado en su pueblo, un montoncillo de tejados
rojos y amarillos alrededor de una recia torre construida por los moros y una
esmirriada iglesia que se enarcaba en una plaza polvorienta. Habíamos
descansado un rato bajo una higuera, antes de entraren el pueblo, mientras se
ponía las alpargatas en los pies flacos, huesudos y morenos. Las anchas hojas
murmuraban al viento, y el olor de las brevas, color púrpura contra el azul
intenso del cielo, había sido como una cálida caricia de terciopelo. Y el
arriero había platicado ensalzando los méritos de su burro y la alegría de ir
de pueblo en pueblo con mercancías, subir a los montes a por castañas y leña,
bajar al mar a por pescado, a Málaga a por cacharros de hojalata, a Motril a
por azúcar de las refinerías. Noches de baile y guitarreo durante la vendimia;
fiestas de la Virgen en las cuales se rendía culto a los dioses más viejos que
Jehová y que la dolorosa Madre del pálido Cristo; los toros, sangre y seda
bordada, flameando al sol; palabras murmuradas de noche a través de una reja;
largos días de viaje por los pedregosos caminos delas montañas... Y yo, tendido
de espaldas, con los ojos cerrados y el zumbido de las abejas de las higueras
en mis oídos, había ansiado que su vida fuera mi vida. Después de un rato, nos pusimos
en pie de un salto, y yo, echándome la mochila al hombro con sus libros, sus
lápices y sus estúpidos blocks de papel, había trepado trabajosamente por un camino
sin sombra, pensando con una especie de amarga alegría en aquel pedante
cristiano y en su maldita carga.
-Algo que no es ni trabajar ni prepararse a trabajar hace el
camino tan esencial que no necesite uno destino; eso es lo flamenco- dije yo a
don Diego mientras contemplábamos desde la cañada los siete arcos blancos del acueducto.
Sacudió la cabeza sin
convencerse".
Resulta fascinante cómo un escritor nos transmite la sensualidad de un paraje mediterráneo y cómo también capta la velocidad de la gran manzana. Habría que preguntarse dónde encontraría John Dos Passos su arcadia feliz. El escritor Ignacio Martínez de Pisón, que recogió en su novela "Enterrar a los muertos" el caso de José Robles, nos lo puede aclarar en la reseña de las memorias de John Dos Passos, Años inolvidables.