miércoles, 1 de agosto de 2018

De cómo el escritor John Dos Passos visitó la Nerja de entreguerras.

A través de las redes sociales la cadena pública de televisión La 2 recordaba la posibilidad de visionar gracias a su portal de internet RTVE.es/alacarta el documental "Robles, duelo al sol". En él se narran los acontecimientos de la ruptura de una de las grandes amistades literarias del siglo XX, la de John Dos Passos y Ernest Hemingway, y que originó ríos de tinta. Esta se produce durante la Guerra de España donde los dos se encuentran en el proceso de rodaje de la película "The Spanish Earth" con el objetivo de apoyar a la II República Española. La desaparición de José Robles, amigo personal y traductor de John Dos Passos, a manos de los comisarios políticos soviéticos, y la posterior investigación que realiza el autor de "Manhattan Transfer" para conocer la verdad le enfrenta duramente a Hemingway, que lo acusa de socavar la causa republicana con sus pesquisas.

Todo este apasionante relato de amistades rotas, de desencanto ideológico, de ilusiones enterradas en torno a un personaje que lucha por mantener su integridad y su independencia, me llevó a ese gran mueble de cajones que es la memoria para buscar el hecho de que John Dos Passos vivió durante unos días en mi pueblo a finales de la década de los años 20 del siglo XX. Y eso quedó reflejado en negro sobre blanco.



Ese mecanismo selectivo y misterioso donde los recuerdos encendieron su alerta al ver el documental me lleva a 2016, al momento en el que el periodista Francisco Gálvez publicó el libro "La Axarquía en los libros". En su presentación hizo referencia a Nerja y John Dos Passos. El que fuera un escritor destacado dentro de la corriente literaria norteamericana de entreguerras, "La Generación Perdida", junto al propio Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Steinbeck y Scott Fitzgerald, entre otros, visitó muy a menudo España y escribió diversas crónicas en torno a esos viajes. Tras participar empujado por su fuerte compromiso social como conductor de ambulancias durante la I Guerra Mundial, con todo el bagaje existencial de horror bélico a sus espaldas, recorrió de norte a sur la península ibérica en búsqueda de su particular paraíso terrenal. Todas esas experiencias y observaciones sobre nuestro país y sus gentes quedaron reflejadas en el libro de quijotesco título "Rocinante vuelve al camino", editado en 1922.

Entre sus primeros capítulos el viajero, en las antípodas del actual turista de consumo rápido, se sincroniza con el ritmo de vida que le rodea y ajusta su mirada para captar la esencia y singularidades de "lo español". Por ejemplo una frase que escucha en una taberna le lleva a explorar ese duende que es "lo flamenco". Al margen de tópicos, también explora y ensalza figuras de la cultura española, como Machado, Baroja, Giner de los Ríos, entre otras.

A continuación podéis leer un fragmento de "Rocinante vuelve al camino" en el que John Dos Passos hace parada en Nerja y se sumerge en todo un vergel para los sentidos, con una especial descripción de la procesión de la Virgen de las Angustias, patrona de la localidad.

"La luna se había hundido hacia poniente, roja e hinchada. El este empezaba a palidecer. Los pájaros se pusieron a gorjear. Lo dejé; pero en la cama seguí oyendo la voz del trasgo que rugía:

 A mí me gusta lo blanco,
 ¡viva lo blanco!, ¡muera lo negro!

En Nerja, en un cenador de enredaderas con vistas a la playa, donde se bañaban niños morenos, se volvió a hablar de lo flamenco.
-En España- decía mi amigo don Diego- vivimos del estómago y de los riñones, o de la cabeza y del corazón; entre el místico Don Quijote y Sancho, el sensual, no hay término medio. El Sancho más bajo es lo flamenco.
-Pero ustedes viven.
-En un ambiente de suciedad, de enfermedades, de falta de educación, de bestialidad... La mitad de nosotros nos morimos de comer demasiado o de no comer bastante.
-Y usted ¿qué quiere?
-Educación, organización, energía: el mundo moderno.
Yo le repetí lo que el arriero me había dicho de América al bajar de las Alpujarras; que en América no se hace nada más que trabajar y descansar para poder trabajar otra vez. Y América era el mundo moderno.
-Y lo flamenco no es ni trabajar ni prepararse a trabajar.
Aquella tarde, San Miguel fue a buscar a la Virgen de las Angustias a un oratorio del camino y la trajo al pueblo en procesión, con velas, cohetes y mucho canturreo. Cuando la cimbreante imagen cónica, a hombros de seis hombres sudorosos, se detuvo a la entrada de la plaza, todo el mundo gritó: ¡Viva laVirgen de las Angustias! Y la Virgen y San Miguel tuvieron que agachar la cabeza para entrar por la puerta de la iglesia y la gente les siguió gritando: ¡Viva!, y las viejas bóvedas retumbaron con la gritería a la luz trémula de los cirios. Algunas voces pidieron agua, pues todo estaba seco, y la lluvia era necesaria, y como al salir del templo vieron sobre la luna una nube tenue como una mantilla de encaje blanco, se fueron tan contentos a sus casas. En las estrechas y bien barridas calles, alumbradas a trechos por la luz naranja de alguna ventana, las mujeres dejaban tras ellas largas estelas de fragancia de los jazmines con que se adornaban el pelo.

Don Diego y yo anduvimos largo rato por la playa hablando de América, de la Virgen, de la sopa llamada ajo blanco, de Don Quijote y de lo flamenco. Tratábamos de decidir qué era lo peculiar en la vida de aquella rica vega que se extendía entre las montañas y el mar. Andando por el campo, elevado en los pequeños diques cubiertos de hierba de las acequias, los propietarios de las tierras que cruzábamos nos ofrecían, sólo porque éramos forasteros, un vaso de vino o una raja de sandía. Yo había explicado a mi amigo que en este moderno mundo americano estas mismas personas hubieran salido a nuestro encuentro con escopetas cargadas de sal gema. Él contestó que, aun así, el viejo sistema estaba cambiando y que como no había más remedio que seguir la procesión del industrialismo, a los españoles les incumbía que su país avanzasen lugar de quedarse, como hasta ahora, a la cola de la comitiva.
            -¿Y cree usted que vamos a alguna parte con esta manía de complicar la vida?
-Pues claro-respondió.
-¿Adónde?
-¡Vaya usted a saber! Por lo menos, más allá delo flamenco.
            -Pero ¿no sería mejor que lo importante fuera el camino mismo?
Se encogió de hombros. Habíamos llegado a un recodo del acantilado, donde vimos unas barcas de pesca varadas en la arena, con las velas recogidas, como patos dormidos. Trepamos por un serpeante sendero, roca arriba. Los guijarros resbalaban bajo nuestros pies; espinosos matojos aromáticos nos rasguñaban las manos. Luego salimos a una profunda cañada donde sonaba la risa del agua que caía y el murmullo del jugoso follaje. Los siete amplios arcos de un acueducto blanqueaban entre los cañaverales de tierra adentro. Una ola de fragancias nos envolvía; el olor a tomillo de las elevaciones secas, de los fértiles campos húmedos, de las cabras, de los jazmines, de los heliotropos y del agua fría de los heleros que corría rápidamente por las acequias. A lo lejos rebuznó un borrico. Al terminar el rebuzno, la voz de un hombre se alzó súbitamente desde los campos oscuros, tensa, suspirante; luego resbaló por la escala como una barquilla por una ola; después desenvolvió en la noche una larga voluta de ritmos y cesó de pronto en una cadencia ascendente, como una vela goteando fulgura al apagarse.
«Algo que no es trabajar ni prepararse a trabajar.» Y yo me acordé del arriero en cuyo burro había vadeado la corriente al bajar de las Alpujarras, y pensé en su frase: Ca, en América no se hase na má quetrabahá y de'cansá.
Le había dejado en su pueblo, un montoncillo de tejados rojos y amarillos alrededor de una recia torre construida por los moros y una esmirriada iglesia que se enarcaba en una plaza polvorienta. Habíamos descansado un rato bajo una higuera, antes de entraren el pueblo, mientras se ponía las alpargatas en los pies flacos, huesudos y morenos. Las anchas hojas murmuraban al viento, y el olor de las brevas, color púrpura contra el azul intenso del cielo, había sido como una cálida caricia de terciopelo. Y el arriero había platicado ensalzando los méritos de su burro y la alegría de ir de pueblo en pueblo con mercancías, subir a los montes a por castañas y leña, bajar al mar a por pescado, a Málaga a por cacharros de hojalata, a Motril a por azúcar de las refinerías. Noches de baile y guitarreo durante la vendimia; fiestas de la Virgen en las cuales se rendía culto a los dioses más viejos que Jehová y que la dolorosa Madre del pálido Cristo; los toros, sangre y seda bordada, flameando al sol; palabras murmuradas de noche a través de una reja; largos días de viaje por los pedregosos caminos delas montañas... Y yo, tendido de espaldas, con los ojos cerrados y el zumbido de las abejas de las higueras en mis oídos, había ansiado que su vida fuera mi vida. Después de un rato, nos pusimos en pie de un salto, y yo, echándome la mochila al hombro con sus libros, sus lápices y sus estúpidos blocks de papel, había trepado trabajosamente por un camino sin sombra, pensando con una especie de amarga alegría en aquel pedante cristiano y en su maldita carga.
-Algo que no es ni trabajar ni prepararse a trabajar hace el camino tan esencial que no necesite uno destino; eso es lo flamenco- dije yo a don Diego mientras contemplábamos desde la cañada los siete arcos blancos del acueducto.
Sacudió la cabeza sin convencerse".


Resulta fascinante cómo un escritor nos transmite la sensualidad de un paraje mediterráneo y cómo también capta la velocidad de la gran manzana. Habría que preguntarse dónde encontraría John Dos Passos su arcadia feliz. El escritor Ignacio Martínez de Pisón, que recogió en su novela "Enterrar a los muertos" el caso de José Robles, nos lo puede aclarar en la reseña de las memorias de John Dos Passos, Años inolvidables.