domingo, 20 de octubre de 2013

Mirando a las musarañas (143) - No estaba en Japón.


Ella, como cada día, se afanaba en sus quehaceres,en esta ocasión con más atención en esta víspera  de la comida a la que había invitado a su hermano y cuñada, Alberto y Lola. Su casa era un duplex en un barrio elegante de Sevilla. En aquellos días a finales de los años sesenta el papel pintado en las paredes de las casas hacía furor y el suelo enmoquetado de vivos colores, a excepción del recibidor y el salón en los que el color era más sobrio, ponían de manifiesto la juventud de los propietarios.  Tanto Carmen como su marido Jaime disfrutaban de esa su primera casa en matrimonio. Hacía pocos meses que se habían casado y, cosa natural, estaban en ese período de ofrecerla  a la familia y amigos. 

Los suelos de terrazo son más resistentes al paso del tiempo, a la agresividad de cualquier producto limpiasuelos, de que se derrame un poco de vino o  café, y que en el futuro cuando la casa se llenara  de nuevos personajes aguantara el correr y sus juegos. La moqueta, como diría aquel, es menos "sufría", requiere un trato especial y pisar con cuidado para no dejar señalada la pisada. De ahí que siempre anduvieran descalzos por la casa y que las visitas, cual rito japonés, se descalzaran al pasar el umbral de la puerta. Para ello tenían un coqueto mueble zapatero a la entrada en el recibidor donde depositaban tanto ellos como los invitados los zapatos.
Foto extraída de esta web.

Se acercaba la hora de la visita de Lola y Alberto. La casa olía en esa hora del mediodía a lo que huelen cuando se prepara algo especial para comer y un buen postre en el horno. Llegaron a la hora acordada y cumplieron con el rito de dejar los zapatos en el zapatero. A Lola como mujer y conociendo a su cuñada no le extrañó el descalzarse, todo lo contrario que a Alberto que por prudencia no hizo ningún comentario, pero sí un gesto de sorpresa a su esposa. Pasaron a la sala de estar para tomar unos aperitivos, mientras en el horno Carmen ponía a punto  lo que iba a servir a la mesa. Hablaron de su nuevo estado civil, de esa aventura que es el matrimonio, del viaje de novios y, como no, la promesa de mostrarles las fotos y las películas conseguidas con su cámara Super8. En ese tiempo estaban, después de haber dado buena cuenta de los aperitivos, plato principal y postre, cuando en un cambio del rollo de la película,  Alberto echó en falta el regalo que les traían en esa su primera visita. Lola lo había dejado olvidado en el maletero del coche. Jaime le entregó la llave de la casa, para que fuera a buscarlo. Alberto salió a la calle , recogió el regalo, abrió la puerta y pasó a la sala de estar, donde con profusión de detalles Carmen y Jaime se referían a su viaje por Italia. Alberto reclinado sobre un sillón orejero se dio cuenta de que no se había quitado los zapatos. Un estado de vergüenza, sorpresa y a la vez una risa nerviosa, se apoderó de él cuando advirtió que el pie derecho no lo podía mover de la moqueta. Un maldito chicle se le había pegado a la suela. Cómo se iba acordar del rito, si no estaba en Japón.

Por Ricardo Bajo León.

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