¿Quién dice qué a
quién por qué canal y con qué efecto?
Este es el llamado Paradigma Lasswell de los años 40 del siglo pasado y
que derivó en el famoso “qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué”: Las seis
preguntas a las que tenía que responder, y preferiblemente por ese orden, todo artículo periodístico
ortodoxo. Dando respuesta a estas cuestiones el periodista cumplirá con su
función, que no es otra que la de decirle a otra persona qué está pasando. Lo
que pasa también es que escribir con escuadra y cartabón dentro de una
plantilla solo es digerible por quienes no quieren mirar más allá del muro. Y
siempre habrá alguien enamorado de los muros porque ha nacido para demolerlos.
Suele darse también la feliz circunstancia de que no sea solo una persona la
que llega como Atenea: dado martillazos al padre desde su interior. Suele ser
un grupo que coincide en un entorno de espacio tiempo perfecto para dar sus frutos.
Los años 60 en los EEUU, esa época vertiginosa de cambios sociales y culturales,
fue retratada como se merecía por una nueva ola de periodistas que reinventaron
el reportaje, lo hizo suyo, lo situaron en el lugar que merecía y afirmaron
desde la absoluta perfección de sus plumas que se podía hacer periodismo como
nunca antes se había hecho. Porque entendieron que no basta con dar la noticia:
hay que llenarla de significado. Hacer que importe.
El 15 de noviembre
de 1959 los cuatro miembros de la familia Clutter fueron salvajemente asesinados
en su casa, de Holcolmb, un pueblecito de Kansas. Dado que los Clutter eran una
familia a la que no se le conocía problema alguno con nadie, no se encontraban
las claves por las que empezar a buscar a los asesinos. Cinco años después,
Dick Hickcock y Perry Smith fueron ahorcados como culpables de sus muertes. Con
estos mimbres Truman Capote compone A Sangre Fría y sin saberlo crea y bendice
al “nuevo periodismo” y a la “novela de no ficción”. Durante cinco años la
prensa va informando sobre el curso de la investigación, cuando se identifica a
los asesinos se escribe sobre ellos, cuando se les ahorca, este nuevo homicidio
se cuenta con pelos y señales. Qué hace Capote para reinventar todo: Hablar
horas y horas con los asesinos. Hablar horas y horas con los vecinos del
pueblo. Empaparse del sustrato local. En qué trabajan, con qué se divierten.
Qué les une, qué les separa. Nos habla del horror que provoca mirar a tu vecino
de una nueva manera, porque este que te vende el pan, tal vez, podría ser el
asesino. Pero ¿por qué consigue que algo ya sabido sea capaz de hipnotizarnos? Porque
sabe todo lo que hay que saber de lo que nos cuenta, porque su escritura fluye
desbocada y porque Capote nació con el don de ver las dos caras de la tragedia.
A Sangre Fría, novela o reportaje, da igual. Es simplemente, perfecta. Para
muestra, un párrafo del primer capítulo: …Hasta
una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad
pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente
del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes
amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos
excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo
-doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir
de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la
escuela, los ensayos del coro y a
las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana
de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron
con los ruidos nocturnos normales de Holcomb (...) En ese momento, ni un alma oyó en el pueblo dormido cuatro disparos
que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo,
hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió
que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que
encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos
se miraron extrañamente, como si no se conocieran.”
Una de las cosas
más difíciles del mundo es saber mirar lo que tienes cerca. Mantener intacta la
capacidad de fascinación ante tu entorno, retratar con ojos nuevos lo que no
tiene tiempo porque siempre ha estado ahí. Gay Talese pertenece al exclusivo grupo de los tocados con
esa varita. Si su reportaje más celebrado es el ya clásico “Frank Sinatra tiene
un resfriado”, tiene otro, recogido en el libro “Retratos y Encuentros”
titulado “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas” simplemente deslumbrante. Teniendo
en cuenta que últimamente para hablar de algo se suele recurrir a traducirlo en
cifras, es una delicia descubrir Nueva York a través de la mirada de un neoyorkino
que nos cuenta su ciudad, no nos la
tasa. Porque para Talese, Nueva York “Es una ciudad de gatos que dormitan
debajo de los coches aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la
catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del
Empire State.” Este reportaje suele provocar unas ganas irrefrenables de darle el
mismo homenaje al sitio en el que vives. Y es ahí cuando te das cuenta de lo difícil que es hacer lo que hace
Talese con la facilidad del virtuoso de un oficio. Y este oficio incluye tres
requisitos: saber contar, y a contar se aprende. Saber mirar, y lamento decir
que a mirar no se enseña: viene de serie. Y sobre todo, necesitar mirar. Si no
se tiene esa pulsión resulta imposible escribir esto: “Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los
neoyorkinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas
hacen fila en la calle 42 a la espera de que abran los diez cines ubicados casi
hombro con hombro entre Times Square y la Octava Avenida. ¿Quiénes son los que van al cine a las
8.00 AM? Son los vigilantes nocturnos del centro, los que no pueden dormir, los
que no pueden ir a casa o los que no tienen casa. Son los camioneros, los
homosexuales, los polizontes, los gacetilleros, las sirvientas y los empleados
de un restaurante que han trabajado toda la noche. Son también los alcohólicos,
que esperan hasta las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento blando y
algo de sueño en un teatro fresco, oscuro y cargado por el humo (…)”
Si Gay Talese es
Nueva York, Joan Didion es California. Suyo es el libro “Los que sueñan el
sueño dorado”, una recopilación de textos muy difíciles de catalogar. No
son reportajes. No son crónicas.
Van un poco más allá, y podríamos decir que se acercan al ensayo. Y es que
estamos a otra entomóloga maravillosa, como demuestra en este texto
perteneciente al que da título al libro: “Hablamos
de esa California donde es posible vivir y morir sin haber comido nunca una
alcachofa y sin haber conocido nunca a un católico ni a un judío. De esa
California donde no cuesta nada llamar a números de asistencia espiritual como
Dial-A-Devotion y en cambio cuesta horrores comprar un libro. La misma tierra donde
la fe en la interpretación literal del Génesis ha dado paso de manera
imperceptible a la fe en la interpretación literal de Perdición de Billy
Wilder, la tierra del pelo cardado y los Ford Capri y las chicas para quienes
la vida entera no promete nada más que un vestido blanco hasta media
pantorrilla y parir una Kimberly o una Sherry o una Debbie y luego divorciarte
en Tijuana y volver a la academia de peluquería.” Quien quiera aprender a
administrar la información para atrapar al lector solo debe desbaratar frase a
frase, párrafo a párrafo este texto. Didion escribe crónicas de viaje, de la
contracultura de los años sesenta, narraciones de crímenes y guerrillas. Toda esa información que atesora tras años de viajar, de
conocer, de intentar entender al otro, de ponerse en su piel, de rastrear los
resortes humanos le otorga una verdad a su pluma que la hace única para entender a la sociedad
estadounidense contemporánea.
Por Rita Sánchez.
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