jueves, 27 de marzo de 2014

En los libros todos amamos la no ficción.


¿Quién dice qué a quién por qué canal y con qué efecto?  Este es el llamado Paradigma Lasswell de los años 40 del siglo pasado y que derivó en el famoso “qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué”: Las seis preguntas a las que tenía que responder, y  preferiblemente por ese orden, todo artículo periodístico ortodoxo. Dando respuesta a estas cuestiones el periodista cumplirá con su función, que no es otra que la de decirle a otra persona qué está pasando. Lo que pasa también es que escribir con escuadra y cartabón dentro de una plantilla solo es digerible por quienes no quieren mirar más allá del muro. Y siempre habrá alguien enamorado de los muros porque ha nacido para demolerlos. Suele darse también la feliz circunstancia de que no sea solo una persona la que llega como Atenea: dado martillazos al padre desde su interior. Suele ser un grupo que coincide en un entorno de espacio tiempo perfecto para dar sus frutos. Los años 60 en los EEUU, esa época vertiginosa de cambios sociales y culturales, fue retratada como se merecía por una nueva ola de periodistas que reinventaron el reportaje, lo hizo suyo, lo situaron en el lugar que merecía y afirmaron desde la absoluta perfección de sus plumas que se podía hacer periodismo como nunca antes se había hecho. Porque entendieron que no basta con dar la noticia: hay que llenarla de significado. Hacer que importe.  

El 15 de noviembre de 1959 los cuatro miembros de la familia Clutter fueron salvajemente asesinados en su casa, de Holcolmb, un pueblecito de Kansas. Dado que los Clutter eran una familia a la que no se le conocía problema alguno con nadie, no se encontraban las claves por las que empezar a buscar a los asesinos. Cinco años después, Dick Hickcock y Perry Smith fueron ahorcados como culpables de sus muertes. Con estos mimbres Truman Capote compone A Sangre Fría y sin saberlo crea y bendice al “nuevo periodismo” y a la “novela de no ficción”. Durante cinco años la prensa va informando sobre el curso de la investigación, cuando se identifica a los asesinos se escribe sobre ellos, cuando se les ahorca, este nuevo homicidio se cuenta con pelos y señales. Qué hace Capote para reinventar todo: Hablar horas y horas con los asesinos. Hablar horas y horas con los vecinos del pueblo. Empaparse del sustrato local. En qué trabajan, con qué se divierten. Qué les une, qué les separa. Nos habla del horror que provoca mirar a tu vecino de una nueva manera, porque este que te vende el pan, tal vez, podría ser el asesino. Pero ¿por qué consigue que algo ya sabido sea capaz de hipnotizarnos? Porque sabe todo lo que hay que saber de lo que nos cuenta, porque su escritura fluye desbocada y porque Capote nació con el don de ver las dos caras de la tragedia. A Sangre Fría, novela o reportaje, da igual. Es simplemente, perfecta. Para muestra, un párrafo del primer capítulo: …Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo -doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela,  los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb (...) En ese momento, ni un alma  oyó en el pueblo dormido cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.”



Una de las cosas más difíciles del mundo es saber mirar lo que tienes cerca. Mantener intacta la capacidad de fascinación ante tu entorno, retratar con ojos nuevos lo que no tiene tiempo porque siempre ha estado ahí.  Gay Talese pertenece al exclusivo grupo de los tocados con esa varita. Si su reportaje más celebrado es el ya clásico “Frank Sinatra tiene un resfriado”, tiene otro, recogido en el libro “Retratos y Encuentros” titulado “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas” simplemente deslumbrante. Teniendo en cuenta que últimamente para hablar de algo se suele recurrir a traducirlo en cifras, es una delicia descubrir Nueva York a través de la mirada de un neoyorkino que nos cuenta su ciudad, no nos la tasa. Porque para Talese, Nueva York Es una ciudad de gatos que dormitan debajo de los coches aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del Empire State.” Este reportaje suele provocar unas ganas irrefrenables de darle el mismo homenaje al sitio en el que vives. Y es ahí  cuando te das cuenta de lo difícil que es hacer lo que hace Talese con la facilidad del virtuoso de un oficio. Y este oficio incluye tres requisitos: saber contar, y a contar se aprende. Saber mirar, y lamento decir que a mirar no se enseña: viene de serie. Y sobre todo, necesitar mirar. Si no se tiene esa pulsión resulta imposible escribir esto: “Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorkinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fila en la calle 42 a la espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro con hombro entre Times Square y la Octava Avenida.  ¿Quiénes son los que van al cine a las 8.00 AM? Son los vigilantes nocturnos del centro, los que no pueden dormir, los que no pueden ir a casa o los que no tienen casa. Son los camioneros, los homosexuales, los polizontes, los gacetilleros, las sirvientas y los empleados de un restaurante que han trabajado toda la noche. Son también los alcohólicos, que esperan hasta las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento blando y algo de sueño en un teatro fresco, oscuro y cargado por el humo (…)”



Si Gay Talese es Nueva York, Joan Didion es California. Suyo es el libro “Los que sueñan el sueño dorado”, una recopilación de textos muy difíciles de catalogar. No son  reportajes. No son crónicas. Van un poco más allá, y podríamos decir que se acercan al ensayo. Y es que estamos a otra entomóloga maravillosa, como demuestra en este texto perteneciente al que da título al libro: “Hablamos de esa California donde es posible vivir y morir sin haber comido nunca una alcachofa y sin haber conocido nunca a un católico ni a un judío. De esa California donde no cuesta nada llamar a números de asistencia espiritual como Dial-A-Devotion y en cambio cuesta horrores comprar un libro. La misma tierra donde la fe en la interpretación literal del Génesis ha dado paso de manera imperceptible a la fe en la interpretación literal de Perdición de Billy Wilder, la tierra del pelo cardado y los Ford Capri y las chicas para quienes la vida entera no promete nada más que un vestido blanco hasta media pantorrilla y parir una Kimberly o una Sherry o una Debbie y luego divorciarte en Tijuana y volver a la academia de peluquería.” Quien quiera aprender a administrar la información para atrapar al lector solo debe desbaratar frase a frase, párrafo a párrafo este texto. Didion escribe crónicas de viaje, de la contracultura de los años sesenta, narraciones de crímenes y guerrillas. Toda esa información que atesora tras años de viajar, de conocer, de intentar entender al otro, de ponerse en su piel, de rastrear los resortes humanos le otorga una verdad a su pluma que la hace única  para entender a la sociedad estadounidense contemporánea.



Por Rita Sánchez.

No hay comentarios: