miércoles, 22 de julio de 2020

Relatos de los días intrusos (VIII) - Las risas de los niños.

Mis vecinos del edificio de enfrente no han salido a aplaudir ni ayer ni hoy. Son una pareja encantadora de ancianos ingleses. Él alterna como vestuario para tomar el sol las camisetas del Manchester United y de su selección de fútbol. Como se ha relajado el confinamiento supongo que habrán dado por concluido este gesto. Se escuchan menos aplausos y más las risas y los juegos de los niños.
Un comentario en redes sociales me ha llamado la atención por no haberse hecho viral en los foros del pueblo. Un ciudadano inglés pide información sobre la situación de su madre en nuestro pueblo. Desde hace días no sabe nada de ella. Este mensaje es sepultado por la noticia en medios oficiales de que la localidad no ha registrado ningún enfermo. Todos nos congratulamos. Una historiadora local recuerda en un foro que nunca hemos sufrido víctimas a multitud de epidemias. Se suceden las afirmaciones sobre el carácter casi sobrenatural de los habitantes de esta zona. Se menciona la leyenda de la bruja morisca y su prole. Pero enseguida se llama al orden desde las autoridades afirmando que son cuentos de viejas. Pide mantener las condiciones de disciplina social.
De nuevo leo un llamamiento para facilitar datos sobre unos turistas, en esta ocasión daneses, que disfrutan de su retiro en este pueblo costero. No sé si son casualidades, pero me alarmo cuando también identifico a mis vecinos como desaparecidos. Nadie se extraña. Nadie contesta a estos mensajes. La alegría del fin del confinamiento es prioridad absoluta. Nada puede oscurecer la salida de la caverna. Ni siquiera la desaparición de unos ancianos extranjeros.
Desde mi terraza veo la fachada de mis desvanecidos vecinos. Las cortinas se mueven tras sus ventanas. Si antes escuchábamos esporádicamente un vehículo junto con el graznar de las gaviotas que escarban en la basura, ahora el rumor de los juegos infantiles llenan el espacio sonoro.





Las tardes las ocupo curioseando textos sobre este pueblo al que emigraron mis padres siendo yo un bebé. La web de la historiadora es una interesante fuente de información. Recoge datos de archivos municipales y eclesiásticos para cruzarlos con leyendas locales. Desde que se tienen registros consta que la población no ha sufrido víctimas por epidemias. En localidades cercanas, en distintas épocas, hicieron estragos el cólera, el tifus, la polio, la viruela, incluso la lepra. Aquí nada. A ciencia cierta nadie sabe el porqué de nuestra excepción. En esa niebla del conocimiento entra la leyenda para explicar el misterio. La historiadora hace referencia a unos autos de fe del siglo XVI en los que una bruja morisca confiesa que para salvar la vida de sus hijos ante la atroz mortandad de la Peste asesinó a viajeros y comerciantes para realizar magia negra. Esa bruja nació aquí. Leo en los documentos escaneados las atroces confesiones de la morisca hechicera y sus hijos, que utilizaba como señuelo para engañar a las víctimas.
La curiosidad crece, pero no encuentro más información. Los archivos se perdieron en un incendio. La web oficial está en construcción. Por otro lado, es unánime la calificación de patraña y cuento para fantasiosos a esta leyenda. Intento contactar con la investigadora, pero no contesta a mis mensajes. He llegado a un callejón sin salida.
Las cortinas de mis vecinos han dejado de moverse, pese a que la brisa me trae el olor a salitre. Las risas de los niños es señal de que la calle recupera el pulso.
Camino por el carril paralelo al mar, como antes del encierro, cayendo la tarde. Me cruzo a distancia con otros caminantes, todos ellos ancianos. El bosque en la linde del carril parece haberse fortalecido en nuestra ausencia. Me rebasa a paso ligero una pareja extranjera. Cuando se encuentran a unos metros se detienen. Señalan a algo entre la frondosidad de los árboles y se internan en la vegetación. Me inquieto y corro hacia ellos. Han oído lo mismo que yo, las risas de los niños que nos llaman.