Cualquier objeto, por insignificante que sea, trae su libro de instrucciones o un folleto en el que se nos informa del manejo y uso del mismo. El libro de instrucciones viene en ayuda de los que de otra manera seríamos incapaces de poner en funcionamiento cualquier electrodoméstico o el montaje de cualquier mueble, por sencillo que sea su manejo o montaje.
El libro de instrucciones tiene su día, que no es otro que la bonita y festiva mañana del día de Reyes. Quién no ha visto truncada la alegría de ese día tan especial por la odisea que supone el poner en marcha un tren, un coche o montar un fortín. Pero ahí está el libro de instrucciones, para socorrernos y ayudarnos. Y que difícil se nos hace el interpretar y comprender tan mala traducción. Al final nos sobran o faltan piezas. Es la locura.
Pese a lo enunciado al principio, hay muchos objetos que no necesitan una ayuda para su uso. Por lo tanto, sobra el referido libro o folleto. Un ejemplo es el sombrero, a todas luces es innecesaria una información sobre su manejo: con ajustarlo a la cabeza es más que suficiente, eso sí, con cierta gracia o donaire. Pero el problema surge en su uso. Hay quien se encasqueta el sombrero, gorra o boina hasta las trancas y no se lo quita ni para dormir. Lo mismo le da estar en un local cubierto que en plena calle. No hay libro de instrucciones, pero sí un código no escrito de uso y buenas costumbres. Hay que descubrirse en lugares cubiertos, ante una persona de rango superior, ante una señora o ante una imagen religiosa. Algunos nobles tienen el privilegio o titulo de Cubiertos ante su Majestad el Rey. No es el caso de quienes utilizan ese complemento a la hora de vestir o protegerse del Sol.
En una televisión pública, cercana a nosotros, un día si y otro también, vemos una muestra de lo anteriormente expuesto. El Sr. que pretende alejar su soledad, sentado con su sombrero o mascota, que no se lo quita ni para recibir a la que pretende ser su compañera. ¡Por favor! por lo menos un ademán.
Y como diría aquel: ¿Y qué es un ademán?
Por Ricardo Bajo León
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