“¿Cómo es posible que cualquier ser
razonable se someta a ese yugo de sufrimiento, incurra de manera voluntaria en
una cautividad tan servil y a sabiendas acepte verse sujeto a una cadena de
siete vueltas?” A esta
pregunta intenta dar respuesta Thomas de Quincey en sus “Confesiones de un comedor de opio inglés”. La historia de la
literatura está plagada de escritores que, ya sea porque lo han vivido en sus
carnes o porque les haya tocado muy de cerca, han descubierto el horror que se
esconde tras una adicción. Su vida
y su arte han girado en algún momento en torno a esta esclavitud y porque son
genios, son excepcionales, son generosos, han sido capaces de escribir sobre el
dolor, la humillación, la culpa.
“Adicto”
proviene del latín, y hace referencia al deudor que, al ser incapaz de pagar su
deuda, era entregado como esclavo a su acreedor. No puede haber una imagen más gráfica que esa. El
adicto no tiene control sobre su vida y deja de ser persona para convertirse en
marioneta del objeto de su amor y su tormento. Solo ama y odia aquello que le
destruye. En “Diario de un joven médico”,
Mijaíl Bulgákov dedica un capítulo espeluznante al diario de otro joven médico
que se hizo adicto a la morfina. Este descenso a los infiernos está contando en apenas
cuarenta páginas que yo haría de lectura obligatoria en institutos. “Tras una inyección aparece, casi
instantáneamente, una sensación de tranquilidad que de inmediato se convierte
en éxtasis y beatitud. Esto dura solo uno o dos minutos. Después todo
desaparece sin dejar huellas, como si no hubiera existido. Llega el dolor, el
terror, la oscuridad.” Sobre
el “estado depresivo” que aparece durante el síntoma de abstinencia dice: “No es un es un “estado depresivo”, sino una
muerte lenta la que se apodera de un morfinómano cuando se le priva de la
morfina, aunque sea por una o dos horas. El aire pierde su consistencia y se
hace irrespirable. No hay una sola célula en el cuerpo que no esté ansiosa… ¿De
qué? Eso no se puede concretar ni explicar. En una palabra: la persona deja de
existir. Está disociada. Es un cadáver que se mueve, se deprime y sufre. No
desea nada, no piensa en nada que no sea la morfina. La muerte por sed es una
muerte paradisíaca, agradable en comparación con la sed de morfina.
Probablemente solo alguien que haya sido enterrado vivo se agarra así a las últimas minúsculas
burbujas de aire que han quedado en el ataúd y se desgarre con las uñas la piel
del pecho. Así gime y se agita el hereje en la hoguera, cuando las primeras
lenguas de fuego lamen sus piernas… Una muerte seca, una muerte lenta. Eso es
lo que se esconde bajo la profesional expresión “estado depresivo”. Si
después de leer esto uno sigue con ganas de probar la sensación gloriosa del
primer minuto de morfina, ya no tiene remedio.
Cuentan que en el otoño de 1866, Dostoievski se
encontraba endeudado de nuevo, resultado de sus numerosos vicios, sobre todo el
del juego. Su editor, Stellovsky, le había pagado por adelantado su nueva novela,
de la que Dostoievski no tenía escrita ni una sola línea, de modo que
Stellovsky podía enviarlo a la cárcel por incumplimiento de contrato. A falta
de una semana para que terminara el plazo de entrega, el escritor ruso contrató
a una secretaria, que se convertiría en su mujer, a quien dictó a toda
velocidad El jugador, acabándola, en menos de una
semana, a tiempo para entregársela a su editor. Éste se había marchado de viaje
el día anterior, con lo que Dostoievski no podría entregar la novela dentro del
plazo. Pero Dostoievski se personó en una comisaría y entregó allí el
manuscrito, frustrando así los propósitos del editor que no eran otros que los
de mandarle a prisión. La adicción al juego, centrándose en la ruleta (de la
que se afirma ser un juego que refleja el alma rusa), es el tema central de El
Jugador. Otro descenso al averno, otro ser que no era consciente de que
entonaban su réquiem el día que oyó girar por primera vez la bolita. El final es desgarrador, arrancando con
una frase que resume el día a día del adicto: “Hoy es demasiado tarde, pero mañana...” Novela menor dentro de la obra de su autor, sin embargo
resulta también imprescindible y muy recomendable para adentrarse en el
universo del autor de Crimen y Castigo.
William
Faulkner, Tennesse Williams, Scott Fitzgerald, Jack Kerouac, Edagar Allan Poe,
Dylan Thomas, Truman Capote, Charles Bukowski, Malcom Lowry, Ray Bradbury,
Ernest Hemingway, Dorothy Parker… La lista de escritores para los que el alcohol fue parte
fundamental de sus vidas, llegando incluso a morir por su culpa, es
dolorosamente larga. Algunos afirman deber gran parte de su genio a su ingesta.
Otros juraron no haber escrito jamás una palabra bajo sus efectos. Sea como
fuere, a todos ellos amamos y compadecemos por haber tenido que sufrir tanto. En “Trainspotting”,
novela de Irvine Welsh llevada al cine por Danny Boyle, se expresaba muy bien
el sentimiento que lleva a negar la mayor, que hace creer al adicto que renuncia
voluntariamente a todo porque lo que hace sentir su droga es mejor que la
propia vida. En su corazón hay un
minicapítulo titulado "Buscando al hombre interior"
en el que Mark Renton, uno de los múltiples narradores, afirma: “La sociedad inventa una lógica falsa y
retorcida para absorber y canalizar el comportamiento de la gente cuyo
comportamiento está fuera de los cánones mayoritarios. Supongamos que conoces
todos los pros y los contras, sabes que vas a tener una vida corta, estás en
posesión de tus facultades, etcétera, etcétera, pero sigues queriendo utilizar
el caballo (la heroína). No te dejarán hacerlo. No te dejarán hacerlo, porque
lo verían como una señal de su propio fracaso. El hecho de que simplemente
elijas rechazar lo que tienen para ofrecerte.” Renton escupe su frustración en un remate demoledor. "Elígenos a nosotros, elige la vida.
Elige pagar hipotecas; elige lavadoras; elige coches; elige sentarte en un sofá
a ver concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu..."
(¿les suena?) "Pues bien,
yo elijo no elegir la vida", anuncia
Renton. Y lo dice todo.
2 comentarios:
Bien Rita, Bien!
Como siempre, extraordinario.
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