viernes, 29 de mayo de 2020

Relatos de los días intrusos (IV) - Una aleta en el horizonte.

UNA ALETA EN EL HORIZONTE.
De Ricardo Popbelmondo.

Esta fiesta, como todas las anteriores al estado de alerta, acabará maloliente y legañosa. La coca se esnifa con avidez. Yani me ofrece una pastilla. No me apetece. No sé cómo habrán aguantado durante el confinamiento. La música de Kiki, con su equipo de dj portátil, marca el ritmo de este simulacro de eterna juventud, aliñada con alcohol y drogas. Fiesta secreta para la Nueva Normalidad en el cortijo de Kiki, me invitaba el mensaje en el móvil. Se necesita a alguien sobrio para conducir de regreso. Y no tenía nada mejor que hacer tras sesenta días de encierro.


Con ganas de charla le comento a Pachi que esta mañana, mientras caminaba por la playa, había fotografiado con el móvil lo que parecía la aleta de un tiburón. Era la primera vez que veía uno, aunque pudiera ser también un delfín. Él me enseña una publicación en Facebook donde también se mostraba lo que parecía la aleta de un tiburón. En los comentarios se había desatado un miedo histérico, pese a que todo indicaba que no suponía ningún peligro al ser una especie inofensiva para el hombre. Sin embargo, Pachi grita fuera de sí que hay que cazar al tiburón. Salta del sofá y le muestra a todos los asistentes la publicación sobre el animal. Cada uno busca más detalles en sus propias pantallas. Suena entonces, a un volumen atronador, una versión tecno del tema de John Williams para la película “Tiburón”. Pachi vuelve a gritar. Todos aúllan apoyando la idea. Kiki desmonta su equipo y nos invita al garaje. Allí descubrimos dos piraguas. Se me cruza un pensamiento sobre aquella locura, pero quién les convence. Tamara, apenas pudiendo contener el tic nervioso de la mandíbula espídica, comenta que podemos utilizar la barca de su padre. Más aullidos. Nuestro anfitrión saca de un arcón unos arpones oxidados y varias linternas de gran tamaño. Montamos en pocos minutos una caravana de cazadores de un inofensivo tiburón. La versión tecno de John Williams sigue atronando. Estamos en medio del campo. Ismael se sienta a mi lado antes de arrancar el coche. Se ha puesto su mascarilla. Me pide que me ponga la mía. ¿Por qué no? En el último momento Mati y Yolanda, sin mascarillas, se suben en los asientos traseros. Ismael se señala la cara. Ellas no le hacen caso. En el comienzo de la comitiva Pachi acelera su coche levantando la gravilla que golpea en los otros vehículos. Le seguimos dos turismos y el todoterreno de Kiki cargado con las piraguas. Circulamos a toda velocidad por el carril de acceso a la carretera. Los haces de luz de nuestros faros apenas iluminan entre la nube de polvo que levantamos. Veo fugazmente la cabeza de Kiki asomada por la ventanilla de su todoterreno. Agita el puño. Bajamos por el sinuoso asfalto dirección a la playa. Llegamos casi sin darnos cuenta. No hay tráfico, solo nosotros. Tenemos suerte de no toparnos con la policía o la Guardia Civil. El destino querrá que desaparezca ese tiburón que ha llegado a un lugar que no le corresponde.
Nos separamos en el camino anexo al varadero. Tamara saca un manojo de llaves y abre la verja. Hay quien tiene llave de todo, yo no. Pero tampoco tengo a su padre.
El mar nos ha calmado. Solo escuchamos el ruido del remolque que maneja Tamara con la ayuda de Pachi. El resto miramos al horizonte negro. Nos damos cuenta de que apenas hay luna. Kiki enciende una linterna y su haz ilumina la orilla tranquila. Nos ordena que cojamos los arpones herrumbrosos y que preparemos las piraguas. Mati y Yolanda se niegan. Están muertas de frío. Pachi, subido en el remolque, desde la orilla, sigue con su sobreactuación narcótica para señalarnos que el tiburón no duerme. Nos espera. Suena de nuevo la melodía inquietante. El dj nos reta con la mirada. Abre la mano. En ella hay unas pastillas. Yani e Ismael se miran, las cogen y se las meten en la boca. Kiki les entrega los arpones. Me esperan, mientras me ofrece las linternas. Las rechazo. Mantienen durante unos segundos unas miradas de desprecio. Corren hacia la barca, que se mece en la orilla, aún con la popa en tierra.  Se suben con cierta dificultad después de dar el último empujón. Tamara enciende el motor al segundo intento. Tararean a grito pelado la canción que hemos escuchado desde que salimos del cortijo. Pachi alza uno de los arpones con las dos manos. Casi se cae cuando la lancha da un acelerón. Encienden las linternas y las luces de la embarcación. Se adentran en el mar. Se convierten en unos puntitos luminosos a gran velocidad.
Mati y Yolanda se dan cuenta de que no cogieron sus bolsos. Me piden que las acompañe. Prefiero quedarme allí, esperando la lancha de vuelta. No escucho sus quejas y lamentos mientras se alejan en dirección al pueblo. Al mirar de nuevo al mar ya no encuentro los puntos luminosos.
Me dormí metido en mi coche. Me despiertan unos golpecitos en el cristal. Un agente de la Guardia Civil me saluda y me pregunta qué hago a esas horas en la playa. Echo una mirada rápida a mi alrededor. El todoterreno de Kiki sigue aparcado en la entrada del varadero. Los coches de Tamara y Pachi también. Les pregunto si saben algo sobre un tiburón. Se acerca el otro agente y me ordena que me vaya de allí. No es cuestión de dar explicaciones.
Han pasado dos días. Nadie sabe nada sobre una lancha que fue a capturar a un tiburón inofensivo.