Han parado las llamadas y mensajes desde casa. Entiendo que se preocupen por mí en estos días calurosos en los que solo podemos quitarnos las mascarillas en la intimidad. Hace semanas que vine al pueblo a esparcir las cenizas de mi padre, como es su voluntad. Nunca imaginamos que sería así de fácil y complicado al mismo tiempo. Apenas hay vida en las calles. Donde meses atrás el ir y venir de turistas era incesante ahora el silencio pesa.
El ritual de despedida es solitario, sin miradas indiscretas. Dejó escrito los lugares donde depositarlo. En algunos comprendo el por qué, en otros se me escapa la razón. Guardo cuidado en dosificar sus restos para llegar a todos los rincones indicados.
Aquí estoy en la playa en la que perdíamos la noción del tiempo solo pautado por su presencia cuando nos acompañaba en los descansos del trabajo. Se daba un chapuzón antes de comer con nosotros bajo la sombrilla y volver a la oficina. Desde este mismo rebalaje en el que me encuentro controlaba por poco tiempo nuestros juegos en el mar. En cuanto nos alejábamos de su vista, gritaba señalando con el brazo a los extremos de la playa. ¡¡Siempre nadad en paralelo donde hagáis pie!! Nunca nos acercamos, ni por asomo, a las boyas amarillas que se agitaban a doscientos metros de la costa, invitándonos a desobedecer a mi padre.
Ahí permanecen, amarillas en contraste entre aguas frías y turquesas. Anoche escuché desde el apartamento alquilado el rugir del mar, el mismo rumor que avanzaba el final del verano a través de las ventanas de nuestro dormitorio infantil compartido.
Las poderosas olas rompen solo para mí, a pocos metros. ¿Me retan a desobedecer por fin a mi padre?¿Por qué no ahora? Me desnudo rápido. Ni me fijo cómo cae la ropa sobre la hornacina funeraria con las últimas cenizas. Mido la frecuencia del rompiente. Cada cuatro olas, una pausa. Respiro hondo. Corro hacia el mar para lanzarme de cabeza contra el apunte de la siguiente secuencia. La sensación del agua fría parece contraer mi cuerpo, pero activa todos los músculos. Braceo y pataleo buceando, mientras siento por encima de mi cabeza el mar juguetón que rasca su superficie para en un intento vano lanzarme de vuelta contra la orilla. Contengo la respiración todo lo que puedo hasta que tengo la seguridad de que al emerger no seré barrido por la espuma. Cojo aire al tiempo que me oriento. ¿Dónde está la boya? Giro rápido, me impulso con fuerza para asomar la cabeza por encima de la línea del horizonte del mar bravío. Veo el punto amarillo mecerse. Enfilo mi cuerpo y nado con la cabeza a modo de espolón. Intento sincronizar los movimientos. Por un segundo imagino que desde los miradores del paseo marítimo hay algunos turistas que se preguntan quién es esa persona que nada mar adentro. A ese relámpago le sucede otro. ¿Y si no hay nadie mirando? Continúo lanzando de forma rítmica los brazos uno detrás de otro. Noto cómo la tensión en los músculos aumenta. Pataleo para propulsarme a mayor velocidad. Levanto la mirada entre la espuma para buscar la referencia amarilla. La tengo a pocos metros. Pero se me hacen eternos. Intento sofocar la ansiedad por tener la meta tan cerca, no tragar agua y mantener el ritmo. El agua cambia de temperatura y mi cuerpo recobra el calor. El oleaje se ha apaciguado. Nado el último tramo con la boya frente a mí, al alcance de una nueva brazada. Un golpe más de piernas y estiro la mano derecha para tocarla. Como un boxeador con pies que vuelan, parece que me hace una finta para evitar el contacto. Me da un ataque de risa y trago un poco de agua. Decido no tocarla. Nado a su alrededor, me zambullo. Al salir a la superficie no encuentro ninguna referencia de la costa. No es posible. La orilla debe ser claramente visible desde la boya. Intento asirme a ella para elevar el punto de mira. No hay nada, solo me rodea el mar. Recuerdo entonces el grito de mi padre que siempre quise desobedecer. ¡¡No vayas hacia la boya, allí no hay nada!!
Sus últimas cenizas me esperan tapadas por mi ropa.
de Ricardo Popbelmondo.