domingo, 17 de enero de 2010

Las pavesas de San Antón puntean el cielo mareño.

Avanzando la oscuridad me acerqué por maro para ver como las llamas callejeras se convertían en las protagonistas de la noche del sábado.




Como en cualquier festividad aparcar siempre se convierte en una aventura, pero no tuve que dar muchas vueltas para estacionar en paralelo con una acequia. Un manto de humo ese levaba sobre la pedanía. Los fuegos invernales ya consumían las maderas. Me pasee por la calle principal iluminada por las hogueras como como signo eterno de un rito atávico. 
 

 

 


Los choricillos, las morcillas y diversas variedades de productos cárnicos se doraban en las parrillas callejeras. Los niños azuzaban las ascuas y no faltaba en las conversaciones los vasos de vino y cerveza. Como testigo que se adentra en una liturgia rural miraba, pero no cataba. Fotografiaba, pero no humedecía el gaznate. Una simple sombra proyectada por las flamígeras reuniones sbre las paredes de las casa recién restauradas.
 

 

 




 


Tocaba observar cómo las autoridades prendían la mecha para la gran hoguera. Las llamas se alzaban rebeldes, danzando en la combustión de maderas varias a ritmo de la charanga. Las pavesas punteaban la negrura del cielo antes de posarse en los abrigos de los asistentes de todo pelaje y condición. No sé por qué pero al ver una pira enorme frente a la iglesia en la plaza del pueblo me vino la imagen de la Inquisición metiéndole fuego al hereje. Cosas de ver demasiadas pelis. O porque las cenizas esparcidas me inquietan.










 

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