domingo, 8 de septiembre de 2013

Mirando a las musarañas (137) - El toldo.


Para él el solsticio de verano no comenzaba el 20 ó 21 de Junio. Sus veranos empezaban cuando a primeros de junio los rayos del sol naciente entraban a través del patio de la casa de sus abuelos, a las habitaciones que daban al corredor que rodeaba el patio. Un color anaranjado inundaba toda la casa. Joaquín, para la abuela Concha, Quino, ayudaba a los sirvientes de la casa tirando de unos largos cordeles a correr el toldo anaranjado que protegía del sol al patio principal de la casa de sus abuelos. Ese ritual de correr y recoger a últimas horas de la tarde el toldo era para él el comienzo de un tiempo que siempre recordó.

La luz tenue del patio con el toldo corrido, en las horas calurosas de la mañana y media tarde, conseguía que la sensación de frescor, junto con las plantas que adornaban aquel rincón en el que sus abuelos recibían a familiares y amigos, desde primeros de junio hasta mediados de septiembre, fuera el lugar ideal para que Quino se refugiara del calor de su habitación. En el patio, en unas de sus esquinas, florecía dentro un gran maceton un jazmín y en otro rincón una dama de noche, que embriagaba con su aroma las largas noches de tertulia. Tenían dos mecedoras, en las que la abuela Concha y el abuelo Miguel se sentaban todos los días, junto con varios sillones de mimbre con cojines forrados de loneta blanca. El murmullo de un surtidor de agua,  a cuyo alrededor había numerosas macetas, eran junto con el correr el toldo la señal de que el verano había comenzado en casa de sus abuelos

(foto extraída de aquí)
Quino se entretenía en contar cuantos castillos y leones había entre las lozas que adornaba el patio, y pensaba si él solo tendría las suficientes fuerzas para desde uno de los balcones correr el toldo tirando de los cordeles, sin la ayuda de la sirvienta. Un gran zaguán con azulejos sevillanos en los que el azul y el amarillo eran los colores predominantes, daba acceso, no sin antes salvar el desnivel de la calle con un escalón de mármol rojo jaspeado en blanco, a una puerta de madera con herrajes para proteger  unos cristales de colores y con unos tiradores dorados. Se pasaba a un rellano con un amplio sofá y dos sillones, que servía de sala de espera para los pacientes, cuando su abuelo ejercía de médico. A través de una escalera se llegaba a la planta primera, escalera que Quino siempre recordaba haber visto sin pasamanos. Desde el rellano un largo pasillo dejaba a la derecha el patio principal y el salón comedor o salón de verano y nos conducía al falso patio que daba a otra calle, en el que su abuelo se entretenía cuidando un gran ciruelo, varios naranjos. Allí dos pavos reales, que a Quino le entusiasmaba ver con su amplia cola de vivos colores desplegada.

Muchos fueron los veranos que Quino disfrutó de aquel rincón, tan diferente al piso de la capital. El tiempo y la vida quiso que esos recuerdos perduraran. Pero donde hubo un jazmín, una dama de noche, un surtidor, las mecedoras de sus abuelos, hoy había mesas de despacho y un cajero automático. La familia había vendido la casa a una inmobiliaria y la bonita fachada con dos balcones, un cierro central y una ventana en la planta baja, con una habitación en la que Miguel pasaba consulta, dio paso a un solar donde construyo un edificio impersonal. Quino cuando volvía al pueblo, siempre pensaba que la casa de sus abuelos con todos sus enseres fue como un objeto más pasto del rito del solsticio de verano.  

Por Ricardo Bajo León.

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