Un placer doloroso, un dolor dulce. Este es el sentimiento que
normalmente me inunda cuando me doy cuenta de que una vida no basta para leer
todo lo que hay que leer, lo que tengo que leer, lo que debo leer, lo que
quiero leer, lo que aún ni siquiera sé que necesito leer.
Dice Vargas Llosa que lo más importante que le ha pasado en la vida
fue el aprender a leer. Yo no sé si me atrevo a tanto, pero si no es “lo más”
es “de las cosas más” que me han pasado a mí también. Lo que es seguro es que
uno de los días bendecidos de mi vida fue aquel en que mi hermano mayor me dijo
que era mucho más divertido si leía lo que ponía en el interior de las viñetas
del cómic de Los Pitufos que tenía entre las manos. Lo recuerdo como si fuera
ayer. Fue el primer deslumbramiento. Deslumbramiento entonces y exactamente el
mismo tantos años después. Sigo siendo la misma lectora que enloquece de amor
ante una historia que te hace pensar en la existencia de dios, porque no es
posible que un simple mortal sea capaz de escribir eso, escribir así, que
sigue sintiendo un amor infinito ante aquellos que dedican su vida a contarnos
historias y sin los cuales mi vida sería mucho más gris e insulsa. Personas que
tras entrar en mi vida no entiendo cómo he podido vivir sin ellas.
Me da frío pensar cuánto me queda por leer. Cuántos libros miran desde
la estantería, unos burlones, otros aburridos Y ahí están. Y llegará su
momento. O eso espero. Y qué felicidad inmensa, que acelerón del pulso al saber
cuántos otros hay que aún no sé
siquiera que existen, y cuántos que aún no se han escrito. Amor por ese
deslumbramiento que ha sido capaz incluso de violar las leyes de la naturaleza
y me ha descubierto a veces leyendo a oscuras, tardes gloriosas en un estado de
abducción tal en las que he cerrado un libro cuando hacía tiempo se había ido
la luz. Como si me hubiera transmutado en búho.
Don Quijote leyendo libros de Adolf Schrödter
La palabra escrita es el goce absoluto de los sentidos, tiene su
propio sonido, sabor, olor. Se siente. Nada está más vivo que ella, que vivirá
más que cualquiera de nosotros. En los libros todos amamos, y lo que más amamos
es amar el propio concepto de leer. Porque los libros lo tienen todo. Si no te
cambian la vida, sí te cambian a ti. Uno es lo que ama. Uno es lo que lee y lo
que ha leído. Cómo explicar con justicia la emoción infinita de la primera vez
que leí el primer capítulo de Cien años de soledad, esa sensación real de que
el mundo se abría ante mí y que ese nuevo mundo era rotundo, exuberante, más
real que la vida misma… Cómo era posible asistir a ese milagro. Y cómo explicar
el desmayo de su párrafo final, de esa espiral perfecta que me marea solo al
recordarla y ante la que me armo de valor para releerla porque no es posible
soportar tanta belleza. Quién me iba a decir aquel primer día de los Pitufos
que un tal Miguel Delibes me iba a romper el corazón no una sino mil veces con
sus caminos y sus herejes, o que habría un señor portugués que me hablaría de
máquinas de volar y de mujeres que ven el interior de los hombres o que una
señora apellidada Carol Oates me llevaría al delirio y a besar las tapas de sus
libros, o que un señor que murió mucho antes de que yo naciera me haría
entender el mundo de ayer y me hablaría de la composición del Mesías y me haría
llorar de felicidad, o que otro señor que llevaba más años aún muerto me haría
pensar que no hay nada más triste que dejarse morir así, sin más, y que lo
único que importa es vivir aunque siempre te toque luchar contra gigantes que
se disfrazan de molinos. Son tantos y no puedo darles las gracias nada más que
leyéndoles y queriéndoles y recomendándoles y evangelizando con ellos.
Pero lo mejor de todo es lo que aún queda por leer. Todos estos que sé
que me miran burlones desde la estantería. En el número uno está el Ulises de
Joyce, esa frustración de mi vida que ya he intentado leer varias veces y que
me vence y me hace zozobrar y abre un abismo a mis pies que no veo manera de
atravesar pero que enloquece a Vila-Matas y si enloquece a Vila-Matas me lo
tengo que leer sí o sí. Pero es que Dublineses no he sido capaz ni de abrirlo,
pese a que todo el mundo coincide en que es la mejor manera de acercarse a Joyce
y que igual a través de él llego a Ulises. Ni por esas.
En el número dos están los dramas históricos de Shakespeare, porque
cómo es posible que no me haya leído Ricardo II, Ricardo III, Enrique IV,
Enrique V, Enrique VI, Enrique VIII, si los tengo todos ahí, si
salen de la misma mano que el Macbeth, que Hamlet, que Otelo, que la
perfectamente tramposa Romeo y Julieta y que tantas horas gloriosas me han
regalado. Cómo es posible. No lo sé, pero es así.
En el número tres, y esto sí que me da apuro confesarlo, y bajo la
cabeza y cierro los ojos cuando lo digo, están dos obras fundamentales sin las
que no se entiende el mundo en el que vivimos, cómo lo construimos, cómo lo
entendemos, por qué la épica es imprescindible, por qué somos como somos, por
qué seguimos sangrando ante los mismos temas. Porque el viaje no solo es ir de
un punto A a un punto B sino quiénes somos en A y en qué nos hemos convertido
cuando alcanzamos B. Y estas dos obras son, por supuesto, la Ilíada y la
Eneida. Y soy tan perezosa que no les he dedicado a estos dos textos el tiempo
que por derecho propio tienen más que ganados.
Por supuesto hay más, muchos, muchos más. Está Submundo, está gran
parte de Baroja, están Los desnudos y los muertos, está Balzac, está Celine. Y
tantos otros que esperan y que me van a regalar lo mejor del mundo: un nuevo
mundo, mil y una vidas. Deslumbramientos.
1 comentario:
Rita, nos queda mucho por leer. Pero tú nos dejas huérfanos, con la decisión de cerrar esta web. Echaré de menos cada último jueves de mes tus comentarios en "los libros todos amamos". Releeré para en una nueva lectura, encontrar cosas nuevas.
Publicar un comentario