jueves, 26 de enero de 2012

En los libros todos amamos los finales excepcionales.

Estaremos todos de acuerdo en que es fundamental saber cómo acabar una historia. El efecto ideal que debería provocar el a veces tan temido "fin" debería aproximarse a eso que sentiste cuando te rompieron el corazón o te besaron por primera vez, lo que se traduce en: derramamiento de lágrimas como puños, arranque de pelos, risotadas de loca feliz, besamiento de las tapas del libro, juramentos de lealtad eterna al autor. Cuando se produce esto estamos ante el denominado final perfecto, y que quede claro que tan perfecto es que te hagan la más feliz como la más desgraciada si de ficción hablamos. Como en la vida, cuando una historia acaba y no sientes nada, tienes la sensación de haber estado perdiendo el tiempo capítulo tras capítulo.

La que suscribe acabó "Madera de Héroe", de don Miguel Delibes besando su portada y contraportada. No es su mejor novela ni de lejos y desde luego que su autor no alcanzó la inmortalidad gracias a él. Puede que sea un libro maniqueo y tramposete, con una tesis muy clara desde el principio, pero su final me pilló totalmente desprevenida y me dio dos bofetones fantásticos. Como su título indica, el tema principal de la obra es el heroísmo y su significado. Como tantas veces pasa con don Miguel, Madera de Héroe es también una novela de iniciación en la que se relatan las vivencias de un niño que crece convencido, porque así se lo dicen día a día, de que acabará siendo un héroe. Su familia está dividida, primero por las ideas políticas y después por la Guerra Civil... Por supuesto, el mundo pondrá a prueba a nuestro protagonista.



"Cien Años de Soledad" (no hace falta decirlo, pero bueno, es de García Márquez) tiene uno de esos finales de los que sales siendo otra persona. Sumergirse en esta obra y bucear entre sus páginas, siendo arrastrada por el torrente de imaginación, sensualidad, potencia narrativa, frases lapidarias y personajes dueños ya de su propia mitología es un placer al que con ganas se debe sucumbir al menos una vez cada dos añitos. El final es la espiral perfecta, es una fuerza de la naturaleza, un prodigio, una luz en la noche. Sube, se eleva a lo más alto, te lleva consigo, no te suelta la mano, te hace cerrar los ojos, que lagrimean ante lo que no debe ser escrito ni contemplado por ojos humanos porque viene directamente de los dioses. La respiración se entrecorta, el tiempo se detiene. Cierras el libro y aún con la cabeza en ebullición sólo desearías una cosa: no haberlo leído para poder leerlo otra vez por primera vez. 



Falta un final desolador. Ese que te deja llorando de verdad, triste como la misma tristeza, buscando desesperada un clavo ardiente al que agarrarte, y tal vez encontrándolo, pero sólo tal vez. Porque en el fondo sabes que no ha sido así, que te engañas a ti misma. Y el mundo de repente puede pasar de ser un lugar tibio y acogedor al más árido infierno helado y, desde luego, no habrá amanecer tras esta noche larga.  
En "La Carretera", el señor Cormac McCarthy nos cuenta el Apocalipsis de la mano de un padre y un hijo y juro por lo más sagrado que no se ha escrito nunca historia de amor más grande.  Los personajes son sencillos, sencilla es la historia que cuenta, todo en ella fluye natural, sin esfuerzo, no trata de impresionarnos con malabares. No le hace falta. Nada hay más difícil que hacer que algo parezca fácil, y en este caso esto se cumple hasta tal extremo que da la impresión de que La Carretera le fue dictada a su autor. Todo en esta novela cuenta: el propio paisaje acaba siendo un personaje más y se unirá al grupo que persigue y ataca a nuestros protagonistas. Nunca veremos el sol. Siempre serán negros los ríos. El frío, el silencio y la  oscuridad serán nuestras compañeras... Ay, todavía duele mucho esta historia. Nadie dijo que el amor nos haría felices.






Por Rita Sánchez.

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