Me gustan los villanos del siglo XIX. Una debilidad que
tengo, qué le vamos a hacer. Me fascinan esos personajes elegantes, odiosos,
rencorosos, inteligentes, morbosos, inadaptados, peligrosos... Me gustan tanto
que a veces deseo que venzan al héroe de la historia. Así de miserable es una.
Porque los héroes del XIX tienden a ser aburridos. Y los villanos nunca lo son.
Los héroes no tienen taras. Todos son hermosos, buenos, inteligentes,
abnegados. Dolientes. Sufren por causa del destino y a veces pretenden que sea
el propio destino quien decida que ya han sufrido lo suficiente y ahora les
toca recoger todo lo bueno del mundo. Como eso no suele ser así, eso no pasa,
pues este tipo de héroes no me llena. Pero los villanos. Qué decir de ellos
sino que están llenos de pasión. Pasiones malas, enfermizas, pero pasiones en
suma. Son los villanos los que crean la historia en su empeño por fastidiar al
héroe. Y es gracias a esa maldad infinita que destilan que espolean al héroe,
lo sacan a duras penas de su letargo y consiguen que alcancen la gloria. Sin
nuestros supervillanos, nada de esto habría sido posible y los superheroes
decimonónicos se habrían pasado la vida gimoteando o llevando una vida regalada
que nunca habrían sabido valorar. Así que, efectivamente, es la existencia del
villano la que posibilita la existencia del héroe y nunca jamás al
revés. ¿Y acaso el héroe lo agradece, es al menos consciente de ello?
En absoluto. Nuestro villano acabará mal, sus días están contados, no habrá
perdón posible. Y si acaso lo hubiera, el villano no lo aceptará y pagará la
cuenta. El héroe recibirá todos los parabienes e incluso acabará mejor de
lo que jamás habría soñado. Pero nunca sabrá (porque es simple, no piensa) que
es precisamente a aquel que quiso destruirle a quien le debe toda su fortuna.
El Conde de Montecristo (Alejandro Dumas) es ese novelón que
se lee como agüita fresca un día de verano. Nuestro héroe, Edmond Dantès.
Súper-villanos tenemos tres: Fernando Mondego (conde de Morcef), Gerard de
Villefort (procurador real) y Danglars (barón). La
novela empieza con Edmond Dantès volviendo a Marsella, donde se
encuentra con su familia y sus amigos. Nuestro héroe está a punto de recibir
una promoción a capitán, y también de casarse con Mercedes, su bellísima novia
española. Sin embargo, Dantès, que no se entera de nada, no se da cuenta
de cómo su fortuna afecta a los que él considera sus amigos. Danglars, el jefe
de cargamento se muere de envidia por la promoción de Edmond, y
Fernando, que es primo de Mercedes, la ama de manera enfermiza. Un
villano nunca aceptará no conseguir lo que desea, así que en vez de
aceptar la suerte de Dantés y luchar por conseguir la propia, traman un
plan para destruir al héroe. Cierto es que la cobardía y el poco lustre que
tienen estos malvados es grande. No se hacen las cosas así. Y es que escriben
una carta anónima acusando a Edmond de bonapartista. Nuestro héroe es arrestado
el día de la boda y llevado ante Villefort, sustituto del procurador del rey.
Aunque Villefort se convence enseguida de la inocencia de Edmond y está a punto
de dejarlo en libertad, descubre que el destinatario de la carta no es otro que
su propio padre, Noirtier, un importante bonapartista. Sin embargo, y aquí hay
que agarrarse a la silla, el hijo ha denunciado a su padre para mejorar sus
relaciones con el actual régimen realista, y un resurgimiento de las
especulaciones sobre su verdadera lealtad podría dañar irrevocablemente su
carrera y evitar su inminente boda con una conocida familia aristocrata... Para
enterrar este secreto, Villefort envía a Edmond a pudrirse indefinidamente en
el Castillo de If (otro de los motivos por los que se me cae la baba con estos
novelones es por lo bien que sabían antes poner nombres: Dantés, Danglars,
castillo de If... la imaginación se alza, vuela, intentando alcanzar lugares
como este). Unas 700 páginas después todo vuelve a su sitio. Pero hay
momentos en los que no crees que eso sea posible. ¿Qué le debe Dantés a
Villefort o a Danglars? Pues está clarísimo: le debe todo. Dantés nunca habría
llegado a saber quién es si desde el primer minuto de su existencia todo le
viene rodado. Es en la desgracia cuando él descubrirá su
verdadero yo. Y sólo entonces sabrá de qué es capaz. Y además,
Mercedes no era para tanto: Gracias a su desgracia conocerá al verdadero amor
de su vida.
En Los Miserables, Víctor Hugo hará perseguir a su
protagonista durante dos tomos por haber robado un trozo de pan para dar de
comer a sus sobrinos que llevaban días sin probar bocado. Nunca, nunca, nunca
en la historia de la literatura un robo ha dado para tanto. Nunca, nunca, nunca
en la historia de la literatura se ha podido estar más del lado del
protagonista. Nuestro héroe es, por supuesto, Jean Valjean. Nuestro villano, el
Inspector Javert, policía y guardia de prisiones. Jean
Valjean es el símbolo de todos los oprimidos y miserables de la tierra; Javert,
de lo terrible que es obsesionarse en el cumplimiento del deber. Javert es
guardia en la prisión de Toulon durante la época en que Jean Valjean cumple
condena. Veinte años pasará en prisión: a lo que le cae por robo va sumando
años el hecho de que intente escapar constantemente. Finalmente lo consigue y
el arzobispo (con el que arranca la historia pero del que no he hablado porque
como tenga que hablar de todos los personajes me falta texto) le acoge en su
casa. Su vida va a cambiar. Descubrirá que solo puede ser feliz haciendo el bien.
Y que, increíblemente, hay personas que devuelven bien por mal. Valjean, al ser
un prófugo, tendrá que cambiar de identidad. Pero hay una espada sobre su
cabeza. Es inevitable: años más tarde héroe y villano se volverán a encontrar.
Valjean trata de ignorarlo y Javert, en ese momento, cree reconocerlo. A
partir de entonces comienza a perseguirle. La caza durará años, durante los
cuales Javert va cambiando la imagen que tiene de Valjean, que va pasando por
todos los matices posibles que van desde el "delicuente sin
escrúpulos" a "alguien capaz de hacer el bien". Finalmente está
en disposición de atraparlo, pero el ex convicto le salva la vida. Frente al
dilema de hacer algo legal pero inmoral, Javert opta por la solución más
difícil de todas. Y es que una vez que uno se decide por la villanía no habrá
perdón del cielo...
Repugnate, retorcido, maligno. Así es el villano de los
villanos de Dickens, y ya es decir, porque el señor Dickens describió a muchos.
Hablamos de Daniel Quilp, el mega-malvado de La Tienda de Antigüedades. Enano,
deforme, jorobado, feo, de aspecto sucio y con mirada malignísima. Así nos lo
pinta el autor. A Daniel Quilp lo encontraremos persiguiendo a a joven y
virtuosa Nell y a su abuelo por media Inglaterra. El abuelo, del que no se nos
dice su nombre, posee una tienda de antigüedades en Londres. Desea ganar más
dinero para poder legárselo a Nell, pero lo pierde en el juego. Desolado, le
pide un préstamo a Quilp, que no dudará en hacérselo pagar con creces: se
quedará con la pequeña tienda y echará de ellas al abuelo y a la nieta. El
abuelo sufre un colapso nervioso que le deja enajenado y Nell se lo lleva
lejos, dedicándose a mendigar para poder comer. Pero no acaba ahí la cosa.
Convencido de que el abuelo ha labrado una fortuna para Nell, su terrible
hermano Frederick convence al influenciable Dick Swiveller de que le ayude a
buscarla, insinuándole que la casará con ella y repartirá la fortuna. Unen sus
fuerzas a las del Quilp, quien sabe bien que de fortuna, nada de nada. Pero es
tal su malvada naturaleza que decide participar para regodearse en esa
miseria... Hay que leerla. No dejan de pasar cosas constantemente, el corazón
se te encoge a cada momento, te levantas de la silla clamando al cielo...
Dickens es un mago de las palabras y la emoción. Y en esta Tienda de
Antigüedades se lo tuvo que pasar muy bien imaginando las futuras reacciones de
sus lectores. Porque esta es una novela publicada por entregas, y la gente en
masa estaba tan enganchada a la trama que en la bahia de Nueva York se apiñaban
para preguntar a gritos a los barcos que traían la última entrega qué
pasaba al final . El espectáculo tuvo que ser de traca: el final es un poco
como para ir a casa de Dickens y pedirle explicaciones... Se da la
circunstancia de que la ley norteamericana protegía sólo a los autores nacidos
en aquel país. Por lo tanto, cualquier editor podía publicar las obras de
Dickens sin soltarle un dólar. Lo mismo pasaba en las narraciones por entregas
que aparecían en los periódicos, como esta Tienda de Antigüedades.
Dickens, que se sentía insultado, perjudicado económicamente e injustamente
tratado, denunció esta situación. Por supuesto, no le sirvió para otra cosa que
para ser tildado de codicioso por la prensa norteamericana. Así que pienso que
el final de esta tienda de antigüedades igual es un "ahí va eso",
sabiendo, mientras lo escribía, que no iba a ser él el único en llorar.
1 comentario:
Como siempre "chapó"....
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