jueves, 25 de agosto de 2011

En los libros todos amamos a los cabezotas.


Los personajes testarudos han dado mucho de sí en la literatura. Sus vidas rebosan grandeza, pasión, orgullo, vanidad. Son pura hipérbole. Estos rasgos de carácter no han debido de hacer muy felices a los compañeros de viaje de estos cabezotas sublimes, que suelen sufrir las consencuencias de sus delirios; pero nosotros, cómodos y agradecidos lectores, podemos disfrutar (o sufrir) a lo bestia gracias a la cerrazón de algunos. Existió también quien hizo de su propia vida una lucha por la supervivencia con el único objeto de denunciar el horror. A sus santos pies me postro.
El cabezota más grande de todos los tiempos puede que sea Ahab, el capitán del ballenero Pequod, un señor que tras perder una pierna se la hizo reconstruír con mandíbula de cachalote. Con semejante sentido estético, normal que se le diera por perseguir hasta las últimas consecuencias y más allá al leviatán que le mutió. Dicho sea de paso, Moby Dick tarda un raaaato en ponerse interesante, a no ser que a uno le gusten muchos los términos y la parafernalia marinera. Ahora, que en cuanto sale la ballena y los personajes se van soltando, es hipnótica. En Moby Dick hay de todo y todo a lo grande. Supongo que será una de las primeras "grandes novelas americanas", ese ente escurridizo que tanto buscan por tierras yankis. Ahab es muy grande, pero enormes son también este entrañable caníbal que es Queequeg, el piel roja Tashtego y el "negro salvaje" Daggoo. Políticamente incorrectísima, como se ve. Melville no sólo tuvo tiempo de escribir Moby Dick, y mira que tras escribir este novelón bien podría haberse dedicado a ver crecer amapolas, porque cumplir ya había cumplido el hombre, pero no. Nos regaló otra maravilla, esta mucho más cortita: Bartleby, el escribiente. Otro personaje durillo durillo de cabeza, que, entre otras excentricidades, llega incluso a quedarse a vivir en la oficina donde trabaja porque sí, porque no entiende qué hay de raro en ello, y que a cualquier pregunta que se le haga responde con la mítica frase: "Preferiría no hacerlo". Genial.


 
EN EL SIGUIENTE PÁRRAFO TEMO DESTROZARLE EL FINAL A QUIEN NO SE HAYA LEÍDO EL HEREJE, DE MIGUEL DELIBES Y ESO ES DE  LAS ÚLTIMAS COSAS QUE QUERRÍA HACER EN ESTE MUNDO. SI NO LO HAS LEÍDO, PIENSAS HACERLO ALGÚN DÍA Y NO TE GUSTA QUE TE CUENTEN EL FINAL DE UN HISTORIA, POR FAVOR, NO SIGAS LEYENDO. 

Quién no ha llorado hasta quedarse sin lágrimas con Braveheart y su William Wallace. Todos le supliclamos "Pide clemencia, pide clemencia". Dolía ver lo que estaba dispuesto a sufrir. No nos entra en la cabeza que uno acepte semejante martirio. Gritas "clemencia" y se acaba el dolor. No pronuncias esa palabra y continuará el tormento insoportable. Hay otra lectura: gritas "clemencia" y destruyes tu vida entera. No lo gritas y puede que tu legado continúe. Gritas clemencia y se acaba el dolor, está claro. Pero aguantas el tormento y puede que todo cambie. No contigo. Tú no lo verás. Pero puede que, tal vez, quizá, tu tormento sea el espejo en el que se miren miles... Yo estoy bastante segura que en cuanto viera aparecer el primer cacharro que amenazara con arrancarme las uñas canto por peteneras y pido clemencia cien millones de veces. Por eso me dejan hipnotizada quienes son capaces de llevar su vida y su verdad hasta las últimas consecuencias (ojo, su vida y su verdad, no las de otros). Pues bien, no sólo William Wallage prefiere el tormento antes que dar su brazo a torcer. Hay quien prefiere morir en la hoguera a pronunciar una sóla palabra: Romana. Algo tan sencillo. Tres sílabas de nada. Quién no lo haría. Cipriano Salcedo podrá soportar las llamas, pero no morir habiendo pronunciado "Creo en la Santa Iglesia de Cristo, apostólica y romana". El romana para él, sobra. Y sobra tanto que las llamas le dolerán menos que expulsar esa palabra de su boca. Sólo cree en la Santa Iglesia de Cristo y los Apóstoles: "Si la romana es la apostólica, creo en ello con toda mi alma, padre". Mi amor por Miguel Delibes no hace otra cosa sino crecer y cada día que pasa desde que murió hace su ausencia un poquito más dolorosa.





Querría que me enterraran con dos cosas. Una de ella son los Relatos de Kolymá, de Varlam Shalamov. Es mi libro de autoayuda y su autor, el escritor más testarudo que conozco: Shalamov fue detenido por primera vez en 1929 por haber difundido el “Testamento de Lenin” (donde el jefe soviético mostraba su preocupación por la creciente influencia de Stalin y sus métodos sobre el aparato del partido). Tras dos años de prisión sale en libertad y es detenido otra vez en 1937 (por trotskista). Le caen otros cinco años de campo de concentración en los “yacimientos disciplinarios” de Kolyma, esa cárcel de hielo situada en el extremo septentrional de Siberia donde decenas de miles de prisioneros fueron obligados a trabajar en la extracción de oro con temperaturas que llegaban a alcanzar los cuarenta grados bajo cero. Cumplidos los cinco años, es condenado nuevamente. Esta vez, a diez años por “propaganda antisoviética”. Un médico le salva la vida en 1949 incorporándolo como ayudante de enfermería en uno de los "hospitales"de Kolyma. Y allí permanecerá hasta la muerte de Stalin. En sus Relatos de Kolyma, Shalamov no dejará de preguntarse sobre la realidad de los campos de concentración. No intenta extraer lecciones políticas. Lo que busca es enteder al ser humano, su realidad última y más terrible, su crueldad sin límites, pero por encima de todas las cosas, su increíble resistencia, su capacidad para sobrevivir sin la menor esperanza. “No es la mano lo que transformó al mono en hombre; no es el cerebro ni tampoco el alma: hay perros y osos que actúan más inteligentemente y de manera más moral que el hombre. En una época, en condiciones semejantes para todos, el hombre se convirtió en el más sólido, el más resistente desde el punto de vista físico, de todos los animales”. La experiencia de la inhumanidad vivida hasta sus límites (el sufrimiento, la ausencia de todo pasado y de todo futuro, el egoísmo de la supervivencia, la muerte prometida a cada instante, la abolición de toda ley moral) sólo permite que subsista lo esencial del hombre que no puede (y tal vez no debería) decirse: “Allá, nunca comprenderán, no pueden. Todo lo que les parece importante, sé que es insignificante. Lo que es importante para mí, lo poco que me ha quedado, no pueden comprenderlo ni compartirlo. Un hombre no debiera conocer lo que yo he conocido, ni siquiera saber que existe”. Shalamov agrega: “¿Cómo contar lo que no puede ser contado? Es imposible encontrar las palabras. Morir tal vez habría sido más sencillo”. Pero sobrevivió para contarlo.





Por Rita Sánchez

No hay comentarios: