El domingo se presentaba como tantos domingos, sin dinero en los bolsillos y vuelta arriba y abajo en continuos paseos por la calle principal. En la semana habían ido al cine, de ahí que los bolsillos estuvieran vacíos, dada la exigua paga semanal que recibían de sus padres. Se entretenían en algunos de los descansos de sus paseos bajo los soportales de la calle comentando la película de vaqueros que habían visto días atrás, protagonizada por Ken Maynard y Bob Steele, que el pueblo traducía por "Caymainar" y "Bortaleles". A veces se paraban ante cualquier escaparate de los muchos que había en la calle. Los conocían al dedillo ya que, aparte de ser punto de reunión de los días de fiesta, era el paso para ir al colegio o al instituto. Uno de ellos advirtió que ese domingo en el cine echarían una película cuyo titulo les era muy sugerente, Paralelo 38, que no era sino ver en la gran pantalla lo que leían en los tebeos como Hazañas Bélicas. Acordaron el ir a verla, pero el problema era el de siempre: la falta de dinero. Cada uno sacó de su bolsillo lo poco que tenía. Entre los cinco juntaron 11 pesetas. No era suficiente, pues cada localidad costaba 5 pesetas. Todos miraron a Ángel, que en muchas ocasiones había sido su salvador.
Ángel, entre las muchas cualidades que tenía, amén de ser buena persona, era su habilidad innata para jugar al billar, juego por otra parte con muchos adeptos en aquella época. Entraron al local cada uno como si estuviera cometiendo lo peor del mundo. Allí se jugaba a las carambolas, anotando en unas varillas que pendían de unos tableros de madera los puntos que cada jugador conseguía. Había quién jugaba un billar de fantasía en otra mesa. A veces, antes de entrar en el colegio, se entretenían viendo jugar a un señor que todos los días ocupaba la misma mesa jugando de forma brillante ante aquellos neófitos en el juego del billar, salvo Ángel. Junto a ese salón en el que había varias mesas de billar y futbolines, se encontraba una sala más pequeña con una sola mesa, en la que se jugaba a las cuarenta y una. Ahí se apostaba dinero, y esa era su meta. Si al entrar al salón principal lo hacían pensando en que los pudiera ver cualquier amigo de la familia, el pasar a aquel "antro de perversión", como oían calificar a sus padres a los locales en los que se jugaba al dinero, era lo peor. Uno a uno entraron sigilosamente para echar el resto de ganar o perder. Todos confiaban en Ángel. Sobre la mesa de billar, y en sus cuatro bandas y parte central, se colocaban unos palillos situados en las esquinas y en el centro, cada uno con un valor. Había una botella de cuero con un ancho gollete y una gran base donde se guardaban las bolas. En total eran dieciséis, cada una con su número. El juego consistía en llegar al número 41 sumando el valor de los palillos tumbados en el paño de la mesa a la bola que previamente te había entregado el mesero, encargado de velar por el cumplimiento de las normas del juego. Lógicamente la bola recibida se guardaba para que los demás jugadores no supieran de tu estrategia. En el primer juego le correspondió una bola con el número 16, por lo tanto Ángel debería de tirar palillos haciendo carambola por un total de 25 puntos.
La noche era fría y caminaron bajo los soportales en dirección a la plaza. Cada uno comentaba las secuencias de la película, pensando que en pocas horas harían el camino a la inversa para ir al colegio o al instituto.
Por Ricardo Bajo León.
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