jueves, 23 de enero de 2014

Del cerdo son buenos hasta los relatos cortos.

Al hilo de la celebración esta tarde noche de una nueva velada de Encuentros con la Cultura, auspiciada  por Enrique Zattara en Torrox y que en esta ocasión tiene como eje la narrativa, con lectura de relatos cortos de la malagueña Reme Álvarez y los nerjeños Carmen María Sabio y Plácido Iranzo, comparto con vosotros un cuento breve de este último, El mejor jamón del mundo. Con él, Plácido ganó el primer premio del XXII Certamen literario internacional Villa de Periana.



A continuación este simpático relato extraído del blog de Plácido Iranzo.



Por fin llegó a su destino. Tuvo que preguntar en el pueblo por el camino que debía seguir para ir a la finca El Almendrón, propiedad de Macario Almendrón y sede de la empresa jamonera y derivados del cerdo ibérico El Almendrón. Al parecer era bastante conocida en la localidad, pues no hizo más que abrir la boca y ya varios dedos le indicaron la dirección a tomar al tiempo que numerosas voces coreaban “el mejor jamón del mundo”.

     Una hora por ese carril de tierra, aunque con su coche quizá tardará más, le dijo un joven que se acercó al grupo de personas que elevaban sus índices marcando las laderas de los montes cercanos. Y, en efecto, después de tres horas llegaba a la empalizada de la explotación porcina.
     A Andrés Decano le seguía incomodando la misión que le habían asignado. Continuaba pensando que aquello se debía a la política de recortes y, casi con total seguridad, constituiría su última tarea. Los tiempos habían cambiado y ya nadie creía en marcianos, en contactos extraterrestres ni en abducciones. Por tanto resultaba inútil mantener una organización secreta y carísima en lo más profundo del CSIC.
     El caso no tenía ni pies ni cabeza, no se sostenía, hasta la aseguradora lo había rechazado por “falta de realidad y falsedad manifiesta”. La guardia civil, ante la que Macario Almendrón interpuso la denuncia, se limitó a personarse en la finca y tras oír al propietario e inspeccionar el terreno, procedió a archivar las diligencias bajo la etiqueta “Trastorno mental y demencia”. Todo esto, sumado al hecho de que en lo que iba de año habían despedido a dos de sus tres compañeros, le llevaba a creer que él sería el próximo.
     Macario Almendrón, a pesar de las reservas que mostró al principio, resultó ser una persona agradable.
     –De manera que después de tres años, después de haberme tachado de loco, de estafador y otras cosas que ahora no me acuerdo, le mandan a usted a investigar… Me parece, amigo Andrés, que alguien quiere hundirle –le confesó el hombre.
     Andrés Decano no dijo nada, se limitó a pensar que así parecía.
    Macario guió a Andrés por la propiedad. Pasaron por delante de la casa, una construcción antigua de piedra y barro con muros de un metro de grosor, pero que aparentaba firmeza y frescura, presidida por un emparrado repleto de racimos en gestación. Separada unos metros, dejaron al lado la parte nueva, una nave industrial muy alta destinada al resguardo de los animales y al almacenamiento de los productos, y por fin alcanzaron la zona cero, el lugar de los hechos, una corraleta desvencijada burdamente compuesta por palos y ramas que no conocían la rectitud, y cuya mayor parte aparecían tirados por la tierra. Más allá se extendía la dehesa en la que campeaban los animales, repleta de encinas y pasto bajo. Aparte de unas pocas gallinas, Andrés tan sólo alcanzó a ver un único cerdo, ibérico, por supuesto, que desde su careta negra parecía mirarle de manera inquisidora.
     –Aquí es donde sucedió todo –le dijo Macario.
     –¿Se refiere a la abducción? –preguntó Andrés.
     –Sí, eso, las abducciones –vocalizó Macario con cierta dificultad.
    El cerdo se había puesto en movimiento y a cada paso que daba se acercaba más a los dos hombres. Andrés pudo apreciar entonces que, ciertamente, el animal no apartaba la mirada de él, así como sus ojos, que en lugar de oscuros eran de un verde llamativo y resplandeciente.
     –Tranquilo, Eté, que este hombre nada más que ha venido a investigar lo que les pasó a tus compañeros –le dijo al cerdo, y éste, como si le hubiese comprendido, se detuvo, aunque no dejó de clavar su mirada en Andrés.
     –¿Ha dicho usted las abducciones? ¿Cuántas fueron? –preguntó, mirando alternativamente a Macario y a Eté, que así se llamaba el cerdo, al parecer.
     –Veintiuna. No, perdón; fue una, pero abunjeron… adunderon… se llevaron a veintiún marranos.
Andrés conocía por el informe de la guardia civil que varios animales fueron abducidos, pero nada se especificaba acerca de la cantidad ni el tipo, ya que sobre lo que más se hacía hincapié en el informe era el estado mental de Macario y su más que probable intención de estafar al seguro.
    –¿Me está usted diciendo que una nave extraterrestre le abdujo veintiún cerdos? –Preguntó Andrés, cada vez más desconcertado por el comportamiento de Eté, cuyos ojos refulgían como esmeraldas enmarcadas en negro.
     –Sí. No, fueron veintidós, pero luego devolvieron a este. ¿Verdad, Eté? –y el cerdo soltó un gruñido que parecía una afirmación.
     –Y, ¿por qué cree usted que esa nave alienígena vino aquí, precisamente, para abducir a sus marranos? –inquirió Andrés con cautela.
   –Hombre, porque mis jamones son los más mejores del mundo, y eso lo tienen que saber hasta los marcianos –respondió resuelto.
     Andrés Decano, con una curiosidad creciente, le pidió a Macario que le relatase los hechos, a lo que el hombre accedió de buen gusto.
     Le explicó que la noche de autos, tres años atrás, un sonido extraño le despertó y al salir por la puerta vio lo que parecía un platillo volante. Tenía luces de colores alrededor de su contorno, que giraban conforme la nave se desplazaba y se detenían cuando así lo hacía ésta. En la parte de abajo también mostraba multitud de focos que lanzaban sus haces multicolores al suelo, yendo de aquí para allá, como si husmeasen a ras de tierra, como si fuesen buscando algo. Macario afirmó que pudo verlo con todo detalle porque pasó justo por encima de donde él se encontraba.
     “Tenía muchas luces de colorines que se meneaban más que el hopo de una chota”, escribió textualmente Andrés en sus notas, “se parecía al techo de la discoteca de mi primo Ozé”.
     Macario le aseguró que la nave era muy grande, enorme, pero que no tuvo miedo porque le enfocaron con un rayo de luz “y eso me dejó como lacio”.
     Luego, el OVNI se paró sobre la corraleta, donde los marranos gruñían asustados, y tras iluminar a cada uno con un rayo, igual que acababa de hacer con él, los animales se quedaron en silencio.
     Seguidamente el zumbido proveniente de la nave se volvió más agudo, “parecía un chiflido largo”, y los cerdos comenzaron a elevarse en el aire arrastrados por las luces de colores. A pesar de su color oscuro natural, Macario aseguró que “parecían de dibujitos animados: unos rosas, otros azules, coloraos, naranja butano y con lunares”.
    Desde su posición, el ganadero pudo apreciar cómo, tras unos minutos en completo silencio, la nave volvió a emitir un rayo, pero en esta ocasión de color “verde fosforito”, y a través de él devolvió a la porqueriza a uno de los cerdos.
     –Nada más que uno me dejaron, éste, Pancho, que desde entonces tiene los ojos de marciano –y señaló al cerdo, que permanecía pegado a ellos, siguiéndoles en su deambular alrededor de la cerca y sin perder detalle de cuanto Andrés hacía o decía.
     –¿No me dijo que el animal se llamaba Eté? –Inquirió Andrés, habiendo pillado la falta de Macario.
     –Antes se llamaba Pancho, pero después de lo del OVNI le puse Eté… como el de la película. ¿No la ha visto usted?
     Andrés miró al cerdo, que entornó ligeramente los ojos verdes y le sonrió. Por un momento pensó que aquel marrano entendía la situación por completo y se burlaba de él, pero, claro, eso era imposible.
     –Sí, la he visto –murmuró con la mirada fija en la careta del cochino.
    –Pues, ya está, eso es lo que pasó –sentenció Macario, dando a entender que no tenía nada más que añadir.
     –Sí, ya, bueno. Y luego usted puso la denuncia en la guardia civil y solicitó al seguro la indemnización, ¿no es así?
     –¡Hombre, claro! Comprenda que al quitarme toda la piara me dejaron en la ruina. Pero si lo llego a saber me hubiese quedado quietecito.
     –No le comprendo, ¿por qué dice eso? –preguntó Andrés desconcertado.
    –Porque no vea usted cómo se rieron de mí –el cerdo, ante el desconcierto de Andrés, meneaba la cabeza de arriba abajo en un claro gesto de afirmación.
      –¿La guardia civil? –preguntó sin dejar de mirar al marrano, que seguía sonriéndole.
    –La guardia civil primero, los del seguro después, y más tarde todo el pueblo. Todavía me dicen “Macario el de lomni”. Vamos, peor que si fuese el tonto del pueblo, que es otro primo mío, por cierto –Eté volvió a asentir con la cabeza.
    –Comprendo –susurró Andrés–. Sin embargo, por la documentación a la que he tenido acceso, su empresa de jamones y embutidos no sufrió las pérdidas que usted insinúa, es más, el trimestre posterior declaró haber tenido unos ingresos superiores a la media, cuatro veces por encima, para ser exactos. Y eso a pesar de tener sólo un animal.
     –Sí, es cierto, y se lo debo todo a Eté. Sin él no sé lo que habría hecho.
    Andrés Decano miró al cerdo y éste, henchido de orgullo, esbozó una amplia sonrisa, entornó los ojos verdes, se sentó sobre sus cuartos traseros como lo haría un perro, y sacó pecho. El investigador no daba crédito a lo que estaba viendo.
     –¿Le… le importaría explicarme lo que ocurrió? –pidió Andrés entre titubeos.
    Macario Almendrón le dijo que, desde el suceso, andaba desesperado y, al no tener nadie cerca con quien conllevar las penas, le lloraba al cerdo sus desgracias, haciéndole partícipe de su incierto futuro. Y el cochino, que tras su abducción parecía haber cobrado conciencia, le escuchaba con atención y aparentaba compartir su tristeza.
   Así transcurrieron varios días hasta que, una mañana muy temprano, los gruñidos del cerdo le sobresaltaron y, entrando en la sala de almacenamiento, se topó allí con media docena de jamones, ya curados y listos para su consumo. Eté, junto a ellos, no dejaba de señalarlos con el hocico al tiempo que ronroneaba como un gatito de siete arrobas.
    A partir de aquel momento esa situación se repitió a diario, encontrando Macario media docena de jamones, unas veces, o paletillas, lomos, chuleteros, morcillas y chorizos en otras ocasiones.
     Andrés le expuso claramente que aquello sonaba a cuento chino, a historia para dormir a los niños, y Macario le explicó que, de la misma manera que a una lagartija le vuelve a crecer la cola cuando se la cortan, y algunas especies de insectos mudan la piel por otra nueva, a Eté le sucedía algo parecido, pero a mayor escala.
     –¿Está usted tratando de decirme que su cerdo muda los jamones como un lagarto muda la piel? ¡Eso sí que no me lo creo!
    –Le comprendo, Andrés, y aunque le juro que es la pura verdad, eso es lo que tiene que poner en su informe: que todo es mentira, que Macario Almendrón ha perdido el juicio y que no distingue la realidad de la fantasía ni el mundo verdadero del imaginario.
     –¿Y por qué iba yo a hacer eso? –saltó Andrés, bastante alterado.
    –Porque de lo contrario vendrán otros hombres, del gobierno o de alguna organización secreta, como para la que usted trabaja, y se llevarán al pobre Eté, a mi Pancho, para analizarlo, y hacer experimentos, y meterle sondas y cosas por el… ¿Es que no lo ha visto usted en la televisión? –Macario Almendrón no pudo soportar la idea de ver a su animal de esa forma y, con lágrimas en los ojos, se dirigió a la casa apresuradamente dejando allí a Andrés y al cerdo.
     El hombre, aún sorprendido por la reacción del porquero, se dejó caer sobre una piedra. Eté, entonces, se acercó y volvió a sentarse a la manera canina frente a Andrés, y, clavando en él sus refulgentes ojos verdes, carraspeó y comenzó a hablar:
     –Mira, Andrés, todo lo que te ha contado Macario es verdad. Pero ambos sabemos que este es tu último caso, y si le das la más mínima credibilidad acabarás pareciendo tan loco como él. En esta ocasión la verdad no beneficia a nadie, sino más bien al contrario, y no te imaginas siquiera el dolor que le causarías a ese hombre, además de la desafortunada suerte que correría yo mismo, que no quiero ni pensarlo. Y si encima de lo de la abducción y lo de los jamones, se te ocurre mencionar que el cerdo marciano habla, acabarás en una celda acolchada de un psiquiátrico perdido de la mano de Dios.
     El cerdo hizo una pausa, dando tiempo a que Andrés acabase de asimilar que aquel animal, en efecto, no sólo le estaba hablando, sino que le ofrecía una salida digna al dilema que se le planteaba.
     –Andrés, tú sabes lo que es una mentira piadosa, ¿verdad? –Andrés asintió, todavía perplejo. – Pues eso es lo que los tres necesitamos, una mentira piadosa que no haga mal a nadie.
     En ese instante Macario salió de la casa y se dirigió hacia ellos, frotándose los ojos.
     –Cuidado, que ya viene. Que no sepa que hemos estado hablando –susurró Eté.
     Al llegar Macario, Andrés Decano, algo recompuesto, se levantó y estrechó la mano del hombre.
     –Tengo que irme, Macario, pero no se preocupe, que intentaré hacer lo mejor para todos –se excusó, y al mirar al cerdo este le guiñó un ojo.
     El hombre y su cerdo contemplaron cómo el coche se alejaba por el camino de tierra, uno al lado del otro junto a la empalizada.
     –¿Qué tal ha ido, Pancho? –preguntó Macario.
     –No hay porqué preocuparse, no nos volverá a molestar.

   Tres semanas después Andrés Decano recibía en su domicilio una caja con un jamón en su interior. Debajo de “Jamones El Almendrón” podía leerse escrito con bolígrafo: gracias por todo. Y al lado, con una caligrafía mucho más cuidada: lo he hecho especialmente para ti, espero que te guste.
    Cuando Andrés probó aquel jamón, en su punto exacto de curación, no pudo evitar acordarse del eslogan en la etiqueta: el mejor jamón del mundo.
     –…y parte del universo –dijo en voz baja.

No hay comentarios: